El plan infinito - Isabel Allende
Шрифт:
Интервал:
Закладка:
Cuando Samantha descubrió que estaba embarazada se desmoralizó por completo. Sintió que su cuerpo bronceado y sin un gramo de grasa, se había convertido en un asqueroso recipiente donde crecía un ávido guarisapo imposible de reconocer como algo suyo. En las primeras semanas se agotó haciendo los más violentos ejercicios de su repertorio con la inconsciente esperanza de librarse de aquella perniciosa servidumbre, pero luego la venció la fatiga y acabó tendida en la cama mirando el techo, desesperada y furiosa con Gregory, quien parecía encantado con la idea de un descendiente y a sus quejas respondía con consuelos sentimentales, lo menos apropiado en esas circunstancias, como se lo dijo muchas veces. Es culpa tuya;
sólo culpa tuya, le reprochaba, yo no quiero hijos, al menos todavía, eres tú quien habla todo el tiempo de formar una familia, mira qué ideas se te ocurren, y de tanto hablar de semejante estupidez ahora resultó, maldito seas. No podía entender ese golpe de mala suerte, creía ser estéril, porque en tantos años sin tomar precauciones no había pasado sobresaltos. Si no lo deseo nunca ocurrirá, porfiaba como una niña consentida incapaz de tolerar una imposición desagradable. Le daban ataques de náuseas, más por repugnancia de sí misma y rechazo de la criatura que por su estado. Su marido compró un libro sobre comida naturista Y pidió ayuda a Joan y Susan para hacerle platos saludables, esfuerzo inútil, porque ella apenas toleraba un trozo de apio o de manzana. Tres meses después, cuando notó cambios en la cintura y en los senos, se abandonó a su suerte con una especie de rabia urgente. Su desgano se convirtió en voracidad y contra todos sus principios vegetarianos devoraba metódicamente grasientas chuletas de cerdo y salchichones que Gregory preparaba por la tarde y ella mordisqueaba fríos a lo largo del día. Una noche cenaron con un grupo de amigos en un restaurante español, donde descubrió la especialidad del día, callos a la madrileña, un revoltijo de tripas con la consistencia de toalla remojada en salsa de tomate. Fue tantas veces a horas intempestivas a pedir el mismo plato, que el cocinero se entusiasmó con ella y le regalaba tiestos de plástico rebosantes de su insalubre guiso. Engordó, se le cubrió la piel de ronchas y terminó por deprimirse del todo; se sentía enferma y culpable, envenenada por alimentos putrefáctos y cadáveres de animales, pero que no podía dejar de devorar, como un castigo. Dormía demasiado y el resto del tiempo veía televisión echada en la cama, con sus gatos. Reeves, alérgico a los pelos de esos animales, se trasladó a otro cuarto sin perder el buen humor ni la paciencia, ya se le pasará, son antojos de embarazada, sonreía. Samantha detestaba las labores domésticas pero al menos antes mantenía una cierta decencia en la casa, durante esos meses su relativa organización casera se transformó en caos. Gregory procuraba poner algo de orden, pero por mucho que limpiara, el olor de los gatos encerrados y de callos a la madrileña impregnaba el ambiente.
Ese año vino la moda de los alumbramientos naturales acuáticos, una original combinación de ejercicios respiratorios, bálsamos, meditación oriental y agua común y corriente. Era necesario entrenarse con tiempo para dar a luz dentro de una bañera, sostenida por el padre de la criatura y acompañada por los amigos y quien quisiera participar, para que el recién nacido entrara al mundo sin el trauma de abandonar el ambiente líquido, tibio y silencioso del vientre materno para aterrizar de súbito en el terror de un pabellón de obstetricia, bajo inexorables focos y rodeado de instrumentos quirúrgicos. La idea no era mala, pero en la práctica resultaba algo complicada. Samantha se había negado a tocar el tema del parto, fiel a su teoría de que si algo no lo deseaba jamás ocurriría, pero hacia el séptimo mes no tuvo más remedio que enfrentarse con la realidad, porque dentro de un plazo fijo el bebé iba a nacer y ella tendría una intervención inevitable en el evento. Parir en una bañera de agua tibia, a media luz con un par de comadronas beatíficas, le pareció menos temible que hacerlo sobre una mesa de hospital en manos de un hombre con delantal y la cara embozada para que nadie lo reconociera; sin embargo, no estaba de acuerdo en convertir aquello en una reunión social a pesar de la promesa de las comadronas naturalistas de que no debería ocuparse de nada; el costo del alumbramiento incluía las bebidas, la marihuana, la música y las fotos. — Si nos casamos en privado, no pienso parir en público y tampoco quiero que me retraten con las piernas abiertas, — decidió Samantha, poniendo fin al dilema. Se levantó finalmente de la cama y comenzó a ir con su marido a las clases, donde vio a otras mujeres en su mismo estado y descubrió que la maternidad no es necesariamente una desgracia. Sorprendida, notó que las demás lucían sus barrigas con orgullo y hasta parecían contentas. Eso tuvo un efecto terapéutico; recuperó en parte el respeto por su cuerpo y decidió cuidarse; no renunció a los callos a la madrileña, pero agregó también verduras y frutas a su dieta, y daba largas caminatas y se frotaba la piel con aceite de almendras y loción de salvia y yerbabuena, comprobó ropa para la criatura, y por unas semanas reapareció su antigua personalidad. Los extensos preparativos para el alumbramiento incluyeron la instalación de una enorme tinaja de madera en la sala, que en principio podían alquilar, pero los convencieron de los beneficios de comprarla. Después del alumbramiento podían ocuparla para otros fines, les dijeron, ya que también empezaban a ponerse de moda los baños comunitarios entre amigos, todos desnudos remojándose en agua caliente. El artefacto resultó inútil, porque cinco semanas antes de la fecha prevista Samantha dio a luz una hija a quien llamaron Margaret, como la abuela materna muerta en espuma rosada. Gregory llegó a la casa por la tarde y encontró a su mujer sentada en el charco de sus aguas anmióticas, tan desconcertada que no se le había ocurrido pedir ayuda y ni siquiera recordaba la respiración de foca aprendida en los cursos del parto acuático. La montó en el bus que usaba para su trabajo y disparó al hospital, donde debieron practicar una cesárea para salvar a la recién nacida. Margaret no entró al mundo en una tina de madera arrullada por cánticos sedantes y nubes de incienso, como estaba previsto, se inició en la vida dentro de una incubadora, como un patético pez solitario en un acuario. Dos días más tarde, cuando la madre daba sus primeros pasos tentativos por el pasillo del hospital, el padre se acordó de llamar a las comadronas espirituales, a los parientes y a los amigos para contarles la noticia. Lamentó no tener a su lado a Carmen, la única persona con quien habría deseado compartir los apuros de esos momentos.
Para Samantha Emst el viento del desastre comenzó a soplar el mismo día de su nacimiento, cuando su aristocrática madre la puso en manos de una enfermera y se desentendió de ella para siempre, y se convirtió en un huracán que la lanzó fuera de la realidad al momento de dar a luz a su hija. Mucho más tarde confesaría a su analista con la mayor sinceridad que esa criatura diminuta respirando con dificultad dentro de una caja de vidrio, sólo le inspiraba rechazo. Secretamente agradeció no tener leche para amamantarla y tal vez en lo más profundo de su corazón deseó que desapareciera para no verse obligada a cargarla en brazos. Lo aprendido en los cursos no le sirvió de nada, le resultaba imposible considerar a Margaret una niña más entre las miles nacidas en el planeta el mismo día y a la misma hora, nunca pudo aceptarla. Tampoco se resignó a la idea de que estaba unida a ese gusano por ineludibles responsabilidades. Se miró en el espejo y vio un largo costurón atravesado en su vientre, antes liso y bronceado, ahora un pellejo flojo lleno de estrías, y lloró sin consuelo por la belleza perdida. Su marido intentó acercarse para ayudarla, pero cada vez lo apartó con virulencia demencial. «Ya se acostumbrará, es muy reciente, está desconcertada», — pensaba Gregory-, pero al cabo de tres semanas, cuando dieron de alta a la niña en el hospital y la madre todavía no dejaba de examinarse en el espejo y lamentarse, tuvo que pedir auxilio a su hermana. Tal vez su madre hubiera sido la persona más indicada en aquel trance, pero Samantha no soportaba a su suegra, nunca pudo apreciar ninguna de sus virtudes, la consideraba una viejuca estrafalaria capaz de sacar de sus casillas a una tortuga. También pensó en Olga, que tanto disfrutaba de los alumbramientos y los bebés, pero comprendió que si su mujer no toleraba a Nora, menos podría sufrir a Olga. — Te necesito, Judy, Samantha está deprimida y enferma y yo no sé nada de niños, por favor ven–clamó Gregory en el teléfono. — Pediré permiso en el trabajo el viernes y pasaré el fin de semana con ustedes, no puedo hacer más–replicó ella.
Harta de las parrandas de Jim Morgan, el gigante pelirrojo con quien tuvo dos hijos, Judy se divorció y regresó a vivir con su madre en la misma cabaña de siempre. Nora cuidaba a los dos nietos, uno de los cuales todavía andaba en brazos, mientras Judy mantenía a la familia. Jim Morgan amaba a su mujer y la amaría hasta el fin de sus días, a pesar de que ella se había convertido en una arpía que lo perseguía por la casa a gritos, se apostaba en la puerta de la fábrica a insultarlo delante de sus obreros y recorría los bares buscándolo para armarle escándalo. Cuando lo echó definitivamente de la casa y entabló demanda de divorcio, el hombre sintió que se le terminaba la vida y se abandonó en una borrachera sin memoria de la cual despertó entre rejas. No podía explicar cómo ocurrió la desgracia, ni siquiera recordaba al hombre que mató. Algunos testigos dijeron que fue un accidente y Morgan nunca tuvo intención de liquidarlo, le dio un golpe insignificante y el infeliz se fue para el otro mundo, pero las circunstancias no beneficiaban al acusado. La víctima estaba a todas luces sobrio y era un alfeñique peso pluma que cuando empezó el altercado se encontraba en una esquina con una campanita en la mano pidiendo limosna para el Ejército de Salvación. Desde su celda Jim. Morgan no pudo ayudar con los gastos de los hijos y Judy se alegró de que así fuera, convencida de que mientras menos contacto tuvieran los niños con un padre criminal mejor sería para ellos, pero como no le alcanzaba para mantener la casa sola, volvió con su madre. Gregory fue a buscar a su hermana al aeropuerto y se espantó al ver cuánto había engordado. No pudo disimular la mala impresión y ella lo notó.
— No me digas nada, ya sé lo que estás pensando. — ¡Ponte a dieta, Judy!
— Decirlo es de lo más fácil, la prueba es que lo he hecho tantas veces. Ya he bajado como dos mil libras en total.
La mujer se trepó con dificultad al bus de Gregory y partieron en busca de Margaret al hospital. Les entregaron un pequeño bulto cubierto por un chal. tan liviano que lo abrieron para verificar su contenido. Entre la lana descubrieron una minúscula criatura durmiendo plácida. Judy acercó la cara a su sobrina y empezó a besarla y olisquearla como una perra con su cachorro, transfigurada por una ternura que Gregory no le había visto en décadas, pero no había olvidado. Todo el camino se fue hablándole y acariciándola, mientras su hermano la observaba de reojo, sorprendido al ver que Judy se transformaba, las capas de grasa que la deformaban desaparecieron revelando la radiante belleza oculta en su interior. Al llegar a la casa encontró a los gatos metidos en la cuna y a Samantha parada de cabeza en su cuarto, buscando alivio a la zozobra emocional con acrobacias de fakir. Gregory procedió a sacudir los pelos de los animales para instalar al bebé, mientras Judy, cansada por el viaje y las horas de pie, sacó de un empujón a su cuñada del nirvana y la devolvió a la posición cabeza arriba y a los groseros afanes de la realidad. — Ven que te explico cómo se prepara un biberón y cómo se cambian los pañales–le ordenó.
— Tendrás que explicárselo a Greg, yo no sirvo para esas cosas — balbuceó Samantha retrocediendo.
— Más vale que él no se acerque demasiado a la niña, no vaya a salir con las mismas chingaderas de mi padre–gruñó Judy de muy mal humor.
— ¿De qué estás hablando? — preguntó Gregory con la recién nacida en brazos.
— Sabes muy bien de qué estoy hablando. No soy retardada ¿crees que no me he dado cuenta de que siempre andas rodeado de criaturas?
— ¡Es mi trabajo!
— Claro, es tu trabajo. De todos los trabajos posibles tenías que escoger ése. Por algo será. Apuesto que cuidas niñitas también ¿no? Los hombres son todos unos pervertidos.
Gregory depositó a Margaret sobre la cama, cogió a su hermana de un ala y la arrastró a la cocina, cerrando la puerta a su espalda. — ¡Ahora me vas a explicar qué carajo estás diciendo! — Tienes una sorprendente capacidad de hacerte el tonto, Gregory. No Puedo creer que no lo sepas…
— ¡No! Y entonces Judy derramó el veneno que había soportado en silencio desde aquella noche en la cual no le permitió dormir junto a ella, hacía más de veinte años; el pesado secreto guardado celosamente con la sospecha de que no era en verdad un enigma y todos lo sabían, el recóndito tema de sus malos sueños y sus rencores, la vergüenza inconfesable que ahora se atrevía a exponer sólo para proteger a su sobrina, la pobre inocente, como dijo, para evitar que se repita el mismo pecado de incesto en la familia, porque esas cosas se llevan en la sangre, son maldiciones genéticas y la única herencia de Charles Reeves, ese crápula que en mala hora nos trajo al mundo, es la sucia maldad de su lujuria, y si necesitas más detalles puedo contártelos, porque nada se me ha olvidado, todo lo tengo grabado a fuego en la memoria, si quieres te cuento cómo me llevaba a la bodega con diferentes pretextos y me hacía desabrocharlo y me lo ponía en las manos y me decía que ese era mi muñeco, mi caramelo, que le diera así y así, más fuerte, hasta que… — ¡Basta! — gritó Gregory con las manos en los oídos.
Cada lunes por la mañana Gregory Reeves llamaba por teléfono a Carmen Morales, costumbre que ha mantenido hasta el día de hoy. Después del aborto que casi le cuesta la vida, su amiga se despidió de su madre y desapareció sin dejar rastro. En casa de los Morales su nombre fue borrado, pero nadie la olvidó, sobre todo su padre, que la soñaba calladamente, pero por orgullo jamás admitió que se estaba muriendo de pena por la hija ausente. La joven no volvió a comunicarse con su familia, pero dos meses más tarde Gregory recibió una tarjeta de México con un número y una pequeña flor dibujada, la inconfundible firma de Carmen. Fue el único que tuvo noticias suyas en ese tiempo, por él se enteraba Inmaculada Morales de los pasos de su hija. En las breves conversaciones de los lunes los dos amigos se ponían al día sobre sus vidas y planes. Las voces les llegaban desfiguradas por interferencias y por la ansiedad propia de las comunicaciones de larga distancia, les costaba reconocerse en esas frases interrumpidas y a ambos se les empezaba a borrar la cara del otro, eran dos ciegos con las manos extendidas en la oscuridad. Carmen se había instalado en un cuarto de mala muerte en los extramuros de la capital de México y trabajaba en un taller de orfebrería. Perdía tantas horas trasladándose en autobús de un extremo a otro de esa inmensa ciudad desesperada, que no le quedaba tiempo para otras actividades. No tenía amigos ni amores. La desilusión provocada por Tom Clayton destruyó su ingenua tendencia a enamorarse al primer vistazo y por otra parte en ese medio resultaba muy difícil hallar un compañero que entendiera y aceptara su carácter independiente. El machismo de su padre y sus hermanos era suave comparado con el que ahora soportaba y por prudencia se conformó a la soledad, como a un mal menor. La desafortunada intervención de Olga y la operación posterior la privaron de la capacidad de tener hijos, eso la hizo más libre pero también más triste. Vivía en la tácita frontera donde termina la ciudad oficial y empieza el mundo inadmisible de los marginales. El edificio era un pasillo angosto con dos hileras de cuartos a los lados, un par de grifos, un lavadero al centro y baños comunes al fondo, siempre tan sucios que procuraba evitarlos. Ese lugar era más violento que el ghetto donde se había criado, la gente debía luchar por su pequeño espacio, abundaban rencores y escaseaban esperanzas, estaba en un país de pesadilla ignorado por los turistas, un laberinto terrible en torno a la hermosa ciudad fundada por los aztecas, un enorme conglomerado de viviendas míseras y calles sin pavimento y sin luz, inundadas de basura, que se extendía hacia una periferia sin término. Deambulaba entre indios humillados y mestizos indigentes, niños desnudos y perros hambrientos, mujeres dobladas por el peso de los hijos y el trabajo, hombres ociosos y resignados a la mala suerte, con las manos en las cachas de los puñales listos para defender la dignidad y la hombría eternamente amenazadas. Ya no contaba con la protección de su familia y muy pronto comprendió que allí una mujer joven y sola era como un conejo rodeado de perros perdigueros. No salía de noche, dormía con una tranca en la puerta, otra en la ventana y un cuchillo de carnicero bajo la almohada. Cuando iba a lavar su ropa encontraba a otras mujeres que la miraban con desconfianza porque era diferente. La llamaban «gringa» a pesar de haberles explicado mil veces que su familia era de Zacatecas. Con los hombres no hablaba. A veces compraba caramelos y se sentaba en el callejón a esperar que se acercaran los niños, eran sus pocos momentos alegres. En el taller de orfebrería trabajaban unos indios herméticos, de manos mágicas, quienes rara vez le dirigían la palabra, pero le enseñaron los secretos de su arte. A ella se le pasaban las horas sin sentirlas, absorta en el laborioso proceso de moldear la cera, vaciar los metales, tallar, pulir, engarzar las piedras y montar cada minúscula pieza. Por las noches diseñaba aretes, anillos y pulseras en su cuarto, al principio los fabricaba de latón con trozos de vidrio para practicar y después, cuando pudo ahorrar algo, en plata con piedras semipreciosas. En sus ratos libres las vendía de puerta en puerta, cuidando que sus patrones no se enteraran de esa modesta competencia.