El plan infinito - Isabel Allende
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Reeves perdió el deslumbramiento inicial por la universidad en la misma medida en que perdió el acento chicano. Al graduarse concluyó, como tantos otros, que había obtenido más conocimientos en la calle que en las aulas. La educación universitaria intentaba adaptar a los estudiantes a una existencia productiva y dócil, proyecto que se estrellaba contra la creciente rebelión de los jóvenes. Los profesores no se daban por aludidos de ese terremoto; enfrascados en sus pequeñas rivalidades y su burocracia no percibían la gravedad de lo que estaba ocurriendo. Durante ese tiempo Gregory no tuvo maestros dignos de ser recordados, ninguno como Cyrus que lo obligara a revisar sus ideas y aventurarse en la exploración intelectual a pesar de que muchos eran celebridades científicas o humanistas. Las horas se le iban en investigaciones inútiles, memorizando datos y escribiendo disertaciones que nadie revisaba. Sus románticas ideas sobre la vida de estudiante fueron barridas por una rutina sin sentido. No quería abandonar esa ciudad extravagante, a pesar de que por razones prácticas habría sido preferible vivir en San Francisco. La República Popular de Berkeley se le había metido bajo la piel, le gustaba perderse en esas calles donde pululaban swamis en túnicas de algodón, mujeres con aires de espíritus renacentistas, sabios sin asidero en la tierra, revolucionarios sin revolución, músicos callejeros, predicadores, locos, vendedores de chucherías, artesanos, policías y criminales. El estilo de la India predominaba entre los jóvenes, que deseaban alejarse lo más posible de sus padres burgueses. Se comerciaba de cuánto hay por calles y plazas: drogas, camisetas, discos, libros usados, adornos de pacotilla. El tráfico era un bochinche de autobuses cubiertos de graffiti, bicicletas, antiguos Cadillacs verde limón y rosa sandía y coches decrépitos de una empresa de taxis baratos para la gente normal y gratuitos para la gente especial, como vagabundos y manifestantes de alguna protesta. Para ganarse la vida, Gregory cuidaba niños después de las horas de clases, que recogía en la escuela y entretenía durante unas horas por la tarde, hasta que los padres regresaban a sus hogares. Al comienzo sólo contaba con cinco criaturas, pero pronto aumentó el número y pudo dejar su empleo de mozo en el pabellón de muchachas y de jardinero con Balcescu, compró un pequeño bus y contrató un par de ayudantes. Ganaba más dinero que cualquiera de sus compañeros y vista desde afuera la tarea era simpática, pero en la práctica resultaba agotadora. Los niños eran como de arena, todos iguales a la distancia, escurridizos cuando intentaba ponerles límites y pegajosos cuando quería sacudírselos de encima, pero les tomó cariño y en los fines de semana los echaba de menos. Uno de los chiquillos tenía talento para desaparecer; hacía tantos esfuerzos por pasar desapercibido que por lo mismo sería el único inolvidable en los años venideros. Una tarde se perdió. Antes de partir, Gregory siempre contaba a los chicos, pero en esa ocasión iba atrasado y no lo hizo. Su recorrido habitual lo condujo a la casa del chiquillo y al llegar se dio cuenta aterrado de que no estaba en el bus. Dio vuelta y enfiló como un celaje de regreso al parque, donde llegó cuando ya oscurecía. Corrió llamándolo a todo pulmón, mientras dentro del vehículo los demás lloriqueaban cansados, y por último voló a un teléfono a pedir socorro. Quince minutos más tarde había un destacamento de policías con linternas y perros, varios voluntarios, una ambulancia que esperaba por si acaso, dos periodistas, un fotógrafo y medio centenar de vecinos y curiosos observando detrás de los cordones. — Debe avisar a los padres–decidió el oficial. — ¡Dios mío! ¿Cómo se los voy a decir?
— Vamos, lo acompaño. Estas cosas pasan, a mí me ha tocado ver de todo. Después aparecen los cadáveres, mejor no describirlos, algunos violados… torturados… Nunca faltan pervertidos. Yo los mandaría a todos a la silla eléctrica.
A Reeves le flaquearon las rodillas, sentía náuseas. Al llegar se abrió la puerta y apareció en el umbral el mocoso perdido con la cara embadurnada de mantequilla de maní. Se había aburrido y prefirió irse a la casa a ver televisión, dijo. Su madre aún no había regresado del trabajo y no sospechaba que a su hijo lo daban por desaparecido. Desde ese día Gregory le amarró a su huidizo cliente una cuerda en la cintura, tal como hacía Inmaculada Morales con su madre loca; eso evitó nuevos problemas y desanimó cualquier idea de indepen dencia en los otros niños. Excelente idea, ¿qué importa si después tienen que pagar un psiquiatra para que les quite el complejo de perro faldero?, comentó Carmen cuando se lo contó por teléfono. Joan y Susan se mudaron a una antigua mansión bastante deteriorada, pero aún firme en sus pilares, donde inauguraron un restaurante vegetariano y macrobiótico que con los años sería el mejor de la ciudad. En su lugar se instaló en la casa una colonia de hippies que comenzó a crecer y multiplicarse a un ritmo veloz. Primero fueron dos parejas con sus niños, pero pronto la tribu aumentó, las puertas permanecían abiertas para quienes desearan llegar a ese oasis de drogas, modestas artesanías, yoga, música oriental, amor libre y olla común. Timothy Duane no soportó el revoltijo, la confusión y la mugre y alquiló un departamento en San Francisco, donde estudiaba medicina. Ofreció compartirlo, pero Reeves no se decidía a dejar el ático, a pesar de que también estudiaba en la ciudad y estaba harto con los hippies. Le molestaba encontrar extraños en su pieza, detestaba la música monótona de tamboriles, pitos y flautas, y montaba en cólera cuando desaparecían sus objetos personales. Paz y amor, hermano, le sonreían con, mansedumbre los llamados Hijos de las Flores cuando bajaba convertido en una fiera a reclamar sus camisas. Casi siempre regresaba con la cola entre las piernas al último rincón privado de su cuarto, sin el botín y sintiéndose como un podrido capitalista. Berkeley se había convertido en un centro de drogas y de rebelión, cada día aparecían nuevos nómades en busca del paraíso, llegaban en motos ruidosas, cacharros desvencijados y bu–ses adaptados como viviendas provisorias, acampaban en los parques públicos, copulaban dulcemente en las calles, se alimentaban de aire, música y yerba. El olor de la marihuana anulaba los demás aromas. Eran dos las revoluciones en marcha, una de los hippies que intentaban cambiar las leyes del universo con oraciones en sánscrito, flores y besos, y otra de los iconoclastas que pretendían cambiar las leyes del país con protestas, gritos y piedras. La segunda se avenía más al carácter de Gregory, pero no le quedaba tiempo para esas actividades y se le agotó el entusiasmo por las revueltas callejeras cuando comprendió que se habían convertido en un modo de vida, una especie de sufrido pasatiempo. Dejó de sentirse culpable cuando se quedaba estudiando en vez de provocar a la policía; consideraba más útil su silencioso trabajo casa por casa entre los negros del Sur durante los veranos. Cuando no había manifestaciones en apoyo a los derechos civiles, las había contra la guerra de Vietnam, rara vez pasaba un día sin algún altercado público. La policía usaba tácticas y equipos de combate para mantener un simulacro de orden. Se orga nizó una contraofensiva destinada a preservar los valores de los Padres de la Patria entre aquellos horrorizados con la promiscuidad, la revoltura y el desprecio por la propiedad privada. Se elevó un coro de voces en defensa del sagrado American Way Of Life. ¡Están demoliendo los fundamentos de la civilización cristiana occidental. ¡Este país acabará convertido en una Sodoma comunista y psicodélica, es lo que quieren estos desgraciados! ¡Los negros y los hippies mandarán el sistema al carajo!, parodiaba Timothy Duane a su padre y a otros señorones del Club. No eran los únicos en colocar a todos los disidentes en el mismo paquete; en esa simplificación solía caer también la prensa, a pesar de que bastaba una mirada superficial para ver las enormes diferencias. Los derechos civiles se fortalecían en la misma medida en que los hippies se desintegraban. La revolución contra el racismo avanzaba rotunda e inevitable, pero la de las flores era un sueño. Los hippies, embarcados en un viaje prodigioso con callampas alucinógenas, yerba, sexo y rock, poca cuenta se daban de sus propias debilidades y de la fuerza de sus enemigos, creían que la humanidad había entrado en una etapa superior y nada volvería a ser como antes. — No debemos subestimar la estupidez humana, unos cuantos chiflados se dan besos y se tatúan el pecho con palomas, pero te aseguro que de ellos no quedará ni rastro, se los devorará la historia, — aseguraba Duane. En las prolongadas conversaciones nocturnas de los dos amigos, él ponía siempre la nota escéptica, convencido de que la mediocridad derrotaría finalmente a los grandes ideales y por lo tanto no valía la pena entusiasmarse con la Era de Acuario ni con ninguna otra. Sostenía que era una pérdida de tiempo perder los veranos inscribiendo negros en los registros electorales, porque no se darían la molestia de votar o lo harían por los republicanos, sin embargo cada vez que se trataba de juntar fondos para las campañas de los derechos civiles, se las arreglaba para sacar un cheque de tres ceros a su madre. Defendía el feminismo como un magnífico invento porque lo liberaba de pagar la parte de la dama en una cita y de paso podía llevarla gratis a la cama, pero en la vida real no aprovechaba esas ventajas. Tenía una actitud cínica que chocaba y divertía a Gregory.
Libertad y dinero, dinero y libertad, profetizaba enigmático Balcescu, quien para entonces había adquirido un vocabulario algo más extenso en inglés, se había dejado crecer una coleta de mandarín en su cráneo afeitado, vestía como un campesino feudal ruso y enseñaba en el parque su propia filosofía a un grupo de seguidores. Duane atribuía el éxito del maestro jardinero a que nadie entendía de qué diablos estaba hablando y a su extraordinaria pericia para cultivar marihuana en tinas de baño y hongos mágicos en maceteros dentro de los armarios. El rumano tenía en su garaje una pequeña fábrica de ácido lisérgico, negocio floreciente que en poco tiempo lo convertiría en hombre rico. Aunque Gregory no trabajaba con él desde hacía años, habían mantenido una buena amistad basada en el amor por las rosas y los placeres de la comida. Balcescu tenía un instinto natural para inventar platos a base de ajo que nombraba de manera impronunciable y hacía pasar como típicos de su país. También le enseñó a cultivar rosas en barriles con ruedas, para que pudiera llevarlas consigo en caso de mudarse de casa o de emigrar. — ¡No pienso emigrar! — se reía Gregory.
— Nunca se sabe. Falta libertad, falta dinero ¿qué se hace? Emigrar — suspiraba el otro con patética expresión de nostalgia.
Samantha Ernst estudiaba literatura en los ratos libres, después de hacer su gimnasia y deportes. No había trabajado nunca y nunca lo haría. Ese año su padre se arruinó con una película millonaria sobre el Imperio de Bizancio que fue un fiasco monumental y destruyó en poco tiempo su propio imperio. Como todos sus hermanastros y madrastras, quienes hasta entonces habían disfrutado de la generosidad del productor de cine, Samantha debió arreglárselas sola, sin embargo no alcanzó a pasar necesidades porque Gregory Reeves estaba allí. Habían planeado el matrimonio para cuando él terminara sus estudios y consiguiera un trabajo seguro, pero la ruina del magnate precipitó las cosas y debieron adelantar la boda un par de años. Se casaron en una ceremonia tan privada que pareció secreta, con Timothy Duane y el instructor de tenis como únicos testigos, y luego dieron la noticia por teléfono a los parientes y amigos. Nora y Judy Reeves veían a Gregory una vez al año para el Día de Gracia, se sentían muy lejos de él y no les sorprendió no ser invitadas a la ceremonia, pero los Morales se ofendieron profundamente y dejaron de hablarle por un tiempo al «hijo gringo», como lo llamaban, hasta que el nacimiento de Margaret les ablandó el corazón y terminaron por perdonarlo. Gregory se trasladó a la casa de Samantha con sus pertenencias, incluidos los barriles de rosas, dispuesto a cumplir su sueño de una familia feliz. La vida de casados no resultó tan idílica como había imaginado, en realidad el matrimonio no resolvió ninguno de los problemas del noviazgo, sólo agregó otros, pero no se dejó apabullar y supuso que las cosas mejorarían cuando se recibiera de abogado, tuviera un trabajo normal y menos presiones. Su empresa de cuidar niños daba suficiente para ofrecer una existencia cómoda a su mujer, pero él no gozaba nada de ese bienestar. Su horario había degenerado en una verdadera carrera de obstáculos. Se levantaba al amanecer para hacer sus tareas, demoraba una hora en llegar a clases y otra en regresar, trabajaba por la tarde. Llevaba a los niños a museos, parques y espectáculos, y mientras los vigilaba con un ojo, con el otro estudiaba. Una vez por semana iba a la lavandería automática y al mercado, muchas noches ganaba unos dólares ayudando a Joan y Susan en el restaurante. Al fin de la jornada aparecía en su casa extenuado, se preparaba un trozo de carne a la parrilla, comía solo y seguía estudiando. A Samantha le repugnaba la vista de la carne cruda y el olor a asado, prefería no estar allí a la hora de la cena. Tampoco coincidían sus horarios, ella dormía hasta el mediodía y comenzaba sus actividades en la tarde; siempre tenía alguna clase por la noche: tambores africanos, yoga, danzas de Cambodia. Mientras su marido volaba cumpliendo con una infinidad de obligaciones, ella parecía siempre confundida, como si la mera existencia fuera una prueba titánica para su evasiva naturaleza. Con la convivencia no aumentó su interés por los juegos de amor y en la cama siguió tan indiferente como antes, con el agravante de que ahora tenían más oportunidades de estar juntos y menos pretextos para la frialdad. Gregory intentó practicar los consejos de sus manuales, a pesar de que se sentía bastante ridículo en el ejercicio de maromas eróticas que Samantha no apreciaba para nada. Ante los escasos resultados de sus esfuerzos supuso que las mujeres no sienten gran entusiasmo por ese asunto, salvo Ernestina Pereda, que constituía una feliz excepción. Ignoró las incontables publicaciones probando lo contrario y mientras el mundo occidental descubría la torrentosa líbido femenina, él se dispuso a reemplazar la pasión por la paciencia, aunque no renunció del todo a la idea de conducir a Samantha poco a poco hacia los pecaminosos jardines de la lujuria, como llamaba Timothy Duane, con su atormentada conciencia católica, a la pura y simple diligencia sexual.
Cuando Samantha descubrió que estaba embarazada se desmoralizó por completo. Sintió que su cuerpo bronceado y sin un gramo de grasa, se había convertido en un asqueroso recipiente donde crecía un ávido guarisapo imposible de reconocer como algo suyo. En las primeras semanas se agotó haciendo los más violentos ejercicios de su repertorio con la inconsciente esperanza de librarse de aquella perniciosa servidumbre, pero luego la venció la fatiga y acabó tendida en la cama mirando el techo, desesperada y furiosa con Gregory, quien parecía encantado con la idea de un descendiente y a sus quejas respondía con consuelos sentimentales, lo menos apropiado en esas circunstancias, como se lo dijo muchas veces. Es culpa tuya;
sólo culpa tuya, le reprochaba, yo no quiero hijos, al menos todavía, eres tú quien habla todo el tiempo de formar una familia, mira qué ideas se te ocurren, y de tanto hablar de semejante estupidez ahora resultó, maldito seas. No podía entender ese golpe de mala suerte, creía ser estéril, porque en tantos años sin tomar precauciones no había pasado sobresaltos. Si no lo deseo nunca ocurrirá, porfiaba como una niña consentida incapaz de tolerar una imposición desagradable. Le daban ataques de náuseas, más por repugnancia de sí misma y rechazo de la criatura que por su estado. Su marido compró un libro sobre comida naturista Y pidió ayuda a Joan y Susan para hacerle platos saludables, esfuerzo inútil, porque ella apenas toleraba un trozo de apio o de manzana. Tres meses después, cuando notó cambios en la cintura y en los senos, se abandonó a su suerte con una especie de rabia urgente. Su desgano se convirtió en voracidad y contra todos sus principios vegetarianos devoraba metódicamente grasientas chuletas de cerdo y salchichones que Gregory preparaba por la tarde y ella mordisqueaba fríos a lo largo del día. Una noche cenaron con un grupo de amigos en un restaurante español, donde descubrió la especialidad del día, callos a la madrileña, un revoltijo de tripas con la consistencia de toalla remojada en salsa de tomate. Fue tantas veces a horas intempestivas a pedir el mismo plato, que el cocinero se entusiasmó con ella y le regalaba tiestos de plástico rebosantes de su insalubre guiso. Engordó, se le cubrió la piel de ronchas y terminó por deprimirse del todo; se sentía enferma y culpable, envenenada por alimentos putrefáctos y cadáveres de animales, pero que no podía dejar de devorar, como un castigo. Dormía demasiado y el resto del tiempo veía televisión echada en la cama, con sus gatos. Reeves, alérgico a los pelos de esos animales, se trasladó a otro cuarto sin perder el buen humor ni la paciencia, ya se le pasará, son antojos de embarazada, sonreía. Samantha detestaba las labores domésticas pero al menos antes mantenía una cierta decencia en la casa, durante esos meses su relativa organización casera se transformó en caos. Gregory procuraba poner algo de orden, pero por mucho que limpiara, el olor de los gatos encerrados y de callos a la madrileña impregnaba el ambiente.