El plan infinito - Isabel Allende
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— ¿Qué pendejada es ésa? — Las condiciones de este galpón son insalubres y nos deben muchas horas extraordinarias. — Ven a la oficina, Reeves.
Una vez a solas le ofreció asiento y un trago de una botella de ginebra que guardaba en el botiquín de primeros auxilios. Durante un momento muy largo lo observó en silencio, buscando la forma de explicarle sus razones. Era de pocas palabras y jamás se hubiera tomado esa molestia si Judy no estuviera de por medio. — Aquí puedes llegar lejos, hombre. Tal como veo la cosa, puedes ser capataz en menos de cinco años. Tienes educación y sabes mandar. — Y también soy blanco, ¿verdad? — apuntó Reeves. — También. Hasta en eso tienes suerte.
— Por lo visto ninguno de mis compañeros saldrá nunca de la correa transportadora…
— Esos indios pulguientos son mala gente, Reeves. Pelean, roban, no se puede confiar en ellos. Además son tontos, no entienden nada, no aprenden inglés, son flojos.
— No sabes lo que dices. Tienen más habilidad y sentido del honor que tú y yo. Has vivido en este barrio toda tu vida y no sabes una palabra de español, en cambio cualquiera de ellos aprende inglés en pocas semanas. Tampoco son flojos, trabajan más que cualquier blanco por la mitad del pago.
— ¿Qué te importa esa gentuza? No tienes nada que ver con ellos. eres diferente. Créeme, serás capataz y quién sabe si un día serás dueño de tu propia fábrica, tienes buena pasta, debes pensar en tu futuro. Te ayudaré, pero no quiero peloteras. No te conviene. Por otra parte estos indios no se quejan de nada, están de lo más contentos.
— Pregúntales, a ver cuán contentos están…
— Si no les gusta que se vayan a su país, nadie les pidió que vinieran aquí.
Reeves había oído esa frase muchas veces y salió de la oficina indignado. En el patio donde los obreros se lavaban vio el tarro de basura lleno a rebasar con sus panfletos, lo volteó de una patada y partió maldiciendo.
Para pasar el mal rato se fue al cine a ver dos películas de horror, después se comió una hamburguesa de pie en un mesón y a medianoche volvió caminando a su pieza. Entretanto la rabia se le había transformado en un angustioso sentimiento de impotencia. Al llegar encontró un mensaje en su puerta: Cyrus estaba en el hospital. El anciano ascensorista agonizó dos días sin más compañía que Gregory Reeves. No tenía familia y no quiso avisar a ninguno de sus amigos porque consideraba la muerte como un asunto privado. Detestaba los sentimentalismos y advirtió a Gregory que a la primera lágrima mejor se iba, porque no estaba dispuesto a pasar los últimos momentos en esta tierra consolando a un llorón. Lo había llamado, explicó, porque le quedaban algunas cosas por enseñarle y no deseaba partir con el remordimiento de una tarea inconclusa. En esos días su corazón se fue apagando con rapidez, pasaba muchas horas concentrado en el fatigoso proceso de despedirse de la vida y desprenderse de su cuerpo. A ratos disponía de fuerzas para hablar y tuvo suficiente lucidez para prevenir a su discípulo una vez más sobre los peligros del individualismo y dictarle una lista de autores ineludibles con instrucciones de leerlos en el orden señalado. Luego le entregó la llave de una casilla de la estación de trenes y con muchas pausas para sujetar el aliento le dio sus disposiciones finales. — Ahí encontrarás ochocientos diez dólares en billetes. Nadie sabe que los tengo, el hospital no podrá reclamarlos para pagar mis gastos. La caridad pública o la biblioteca se harán cargo de mi funeral; no me echarán a la basura, estoy seguro. Ese dinero es para ti, hijo, para que vayas a la universidad. Se puede empezar por abajo, pero es mucho mejor empezar por arriba y sin un diploma te costará mucho salir de este agujero. Mientras más alto te encuentres, más podrás hacer por cambiar las cosas de este condenado capitalismo ¿me entiendes?, Cyrus…
— No me interrumpas, se me van las fuerzas. ¿Para qué te he llenado el cerebro de lectura durante tantos años? ¡Para que lo uses! Cuando uno se gana el sustento en lo que no le gusta se siente como un esclavo, cuando uno lo hace en lo que ama se siente como un príncipe. Coge el dinero y te vas lejos de esta ciudad ¿me has oído? Tuviste buenas notas en la escuela, te admitirán sin problemas en cualquier universidad. Júrame que lo harás. — Pero… — ¡Júramelo!
— Te juro que lo intentaré… — No me basta. — Júrame que lo harás.
— Está bien, lo haré–y Gregory Reeves tuvo que salir al pasillo para que su amigo no lo viera llorar. Como un zarpazo le había vuelto un miedo antiguo. Después de ver a Martínez destrozado en la línea del tren creyó que había superado su obsesión con la muerte y en verdad no pensó en ella por años, pero al sentir en el aire del cuarto de Cyrus ese tenue aroma de almendras amargas, el terror le volvió con la misma intensidad de su infancia. Se preguntó por qué ese olor le producía náuseas, pero no pudo recordarlo. Esa noche Cyrus murió con discreción y dignidad, tal como había vivido, acompañado del hombre a quien consideraba su hijo. Poco antes del fin sacaron al moribundo de la sala común y lo trasladaron a un cuarto privado. Advertido por Carmen Morales el Padre Larraguibel se presentó a ofrecer los consuelos de su fe, pero el enfermo ya estaba inconsciente y Gregory consideró una falta de respeto molestar a Cyrus, agnóstico, irrestricto, con aspersiones de agua bendita y latinazgos. — Esto no puede hacerle mal y quién sabe si le haga bien–razonó el cura.
— Lo siento Padre, a Cyrus no le gustaría, usted perdone. — No te toca a ti decidir, muchacho–replicó el otro, categórico, y sin más dilaciones lo apartó de un empujón, extrajo de su maletín la estola de su autoridad y el óleo santo de la extremaunción y procedió a cumplir su cometido aprovechando que el enfermo no estaba en condición de defenderse.
La muerte fue tranquila y pasaron varios minutos antes de que Gregory se diera cuenta de lo ocurrido. Se quedó un largo rato sentado junto al cuerpo de su amigo hablándole por primera vez, agradeciéndole lo que debía agradecer, pidiéndole que no lo abandonara y velara por él desde el cielo de los incrédulos, mira qué tonto soy, Cyrus, pedirte esto justamente a ti, que si no crees en Dios menos debes creer en los ángeles de la guarda. A la mañana siguiente sacó el modesto tesoro de la casilla y le agregó algunos ahorros propios para financiar un solemne funeral con música de órgano y profusión de gardenias, al cual invitó al personal de la biblioteca y a otras personas que desconocían la existencia de Cyrus y asistieron sólo porque se los pidió, como su madre, Judy y la tribu de los Morales, incluyendo a la abuela chiflada, quien se acercaba a los cien años y aún era capaz de regocijarse con un sepelio ajeno, feliz de no ser ella quien iba en el ataúd. El día del entierro amaneció un sol radiante, hacía calor y Gregory sudaba en su traje oscuro alquilado. Al marchar tras el féretro por el sendero del cementerio se despedía calladamente de su viejo maestro, de la primera etapa de su vida, de esa ciudad y de los amigos. Una semana más tarde tomó el tren a Berkeley. Llevaba noventa dólares en el bolsillo y muy pocos buenos recuerdos. Salté del tren con la anticipación de quien abre un cuaderno en blanco; mi vida empezaba de nuevo. Había oído tanto de aquella ciudad profana, subversiva, y visionaria, donde convivían los lunáticos junto a los Premios Nobel, que me pareció sentir el aire cargado de energía, aletazos de un viento contagioso sacudiéndome de encima veinte años de rutinas, fatiga y asfixia. Ya no daba más, Cyrus tenía ra zón, se me estaba pudriendo el alma. Vi una hilera de luces amarillas en la niebla lunar, un andén algo desportillado, sombras de viajeros silenciosos cargando maletas y bultos, oí los ladridos de un perro. Había una impalpable humedad fría y un extraño olor, mezcla de hierros de la locomotora y tufillo de café. Era una estación tristona como muchas, pero eso no derrotó mi entusiasmo, me eché el saco de lona a la espalda y partí dando brincos de mocoso y gritando a pleno pulmón que ésa era la primera noche de todos los demás días estupendos de mi fantástica vida. Nadie se volteó a mirarme, como si aquel arrebato de súbita demencia fuera de lo más normal, y así era en verdad, como comprobé a la mañana siguiente apenas salí del hostal de jóvenes y puse los pies en la calle para emprender la aventura de inscribirme en la universidad, conseguir un empleo y encontrar un lugar donde vivir. Era otro planeta. A mí, que había crecido en una especie de ghetto, la atmósfera cosmopolita y libertaria de Berkeley me emborrachó. En un muro estaba escrito a brochazos con pintura verde: «todo se tolera menos la intolerancia». Los años que pasé allí fueron intensos y espléndidos, todavía cuando voy de visita, cosa que hago a menudo, siento que pertenezco a esa ciudad. Cuando llegué, al comienzo de la década de los sesenta, no era ni sombra del circo indescriptible que llegó a ser en la época en que me fui al otro lado de la bahía, pero ya era extravagante, cuna de movimientos radicales y atrevidas formas de rebelión. Me tocó asistir a la transformación del gusano en capullo al insecto de grandes alas multicolores que alborotó a una generación. De los cuatro puntos cardinales llegaban jóvenes tras ideas nuevas que aún no tenían nombre, pero se percibían en el aire como pulsaciones de un tambor en sordina. Era la Meca de los peregrinos sin dios, el otro extremo del continente, donde se iba escapando de viejas desilusiones o en busca de alguna utopía, la esencia misma de California, el alma de este vasto territorio iluminado y sin memoria, una Torre de Babel de blancos, asiáticos, negros, algunos latinos, niños, viejos, jóvenes, sobre todo jóvenes: No confíes en nadie mayor de treinta. Estaba de moda ser pobre, o al menos aparentar serlo, y siguió estándolo en las décadas futuras, cuando el país entero se abandonó a la embriaguez de la codicia y del éxito. Sus habitantes me parecieron todos algo andrajosos, con frecuencia el mendigo de la esquina tenía un aspecto menos lamentable que el pasante generoso que le daba una limosna.^ Yo observaba con curiosidad de provinciano. En mi barrio de Los Ángeles no había un solo hippie, los machos mexicanos lo habrían destrozado, y aunque había visto algunos en la playa, en el centro o por televisión, nada era comparable a ese espectáculo. En torno a la univer sidad los herederos de los Beatles se habían tomado las calles con sus melenas, barbas y patillas, flores, collares, túnicas de la India, bluyines pintarrajeados y sandalias de fraile. El olor de la marihuana se mezclaba con el del tráfico, incienso, café y oleadas de especias de las cocinerías orientales. En la universidad todavía se usaba el pelo corto y la ropa convencional, pero creo que ya se vislumbraban los cambios que un par de años más tarde acabarían con esa prudente monotonía. En los jardines los estudiantes se quitaban los zapatos y las camisas para tomar sol, como anticipo de la época cercana en que hombres y mujeres se desnudarían por completo festejando la revolución del amor comunitario. «Jóvenes para siempre», decía el graffiti de un muro, y cada hora el despiadado carillón del Campanile nos recordaba el paso inexorable del tiempo. Me había tocado ver de cerca varios rostros del racismo, soy de los pocos blancos que lo ha sufrido en carne propia. Cuando la hija mayor de los Morales se lamentó de sus pómulos indígenas y su color canela, su padre la cogió por un brazo, la arrastró ante un espejo y le ordenó que se mirara bien mirada y agradeciera a la Santísima Virgen de Guadalupe no ser una negra cochina. En esa ocasión pensé que a don Pedro Morales le había servido de muy poco el diploma del Plan Infinito colgado en la pared certificando la superioridad de su alma; en el fondo tenia los mismos prejuicios de otros latinos que detestan a negros y asiáticos. A la universidad no entraban hispanos en ese tiempo, todos eran blancos excepto unos pocos descendientes de los inmigrantes chinos. Tampoco había negros en las salas de clases, apenas unos cuantos en los equipos deportivos. Se veían muy pocos en oficinas, tiendas y restaurantes, en cambio atestaban cárceles y hospitales. Es cierto que había segregación. pero los negros no tenían la condición de extranjeros, tan humillante para mis amigos latinos, al menos ellos caminaban sobre su propio suelo y muchos empezaban a hacerlo con grandes trancos ruidosos.
Recorrí las oficinas tratando de ubicarme en el laberinto del campus, calculando cuánto dinero necesitaba para sobrevivir y cómo conseguir un empleo. Me mandaban de una ventanilla a otra en trámites circulares que se pillaban la cola, la burocracia me aplastó, nadie tenía idea de nada, los recién llegados éramos considerados una molestia inevitable de la cual procuraban sacudirse. No supe si a todos nos trataban como basura para curtirnos el ánimo o si solamente yo andaba tan perdido; llegué a sospechar que me discriminaban por mi acento chicano. De vez en cuando algún estudiante de buena voluntad, sobreviviente de otros obstáculos, me soplaba alguna información para guiarme en la dirección correcta, sin esa ayuda habría pa sado un mes dándome vueltas como un pánfilo. En los dormitorios no había vacantes y no me interesaban las fraternidades, son antros conservadores y clasistas donde un tipo como yo no tiene cabida. Un muchacho con quien me topé varias veces durante las engorrosas diligencias de esos días, me dijo que había conseguido un cuarto de alquiler y estaba dispuesto a compartirlo conmigo. Se llamaba Ti–mothy Duane y, según supe después, era considerado por las chicas el hombre más buen mozo de la Universidad. Cuando Carmen lo conoció, muchos años más tarde, dijo que parecía una estatua griega. De griego no tiene nada, es un irlandés de ojos claros y pelo negro, igual a tantos. Me contó que su abuelo escapó de Dublín a comienzos del siglo perseguido por la justicia inglesa, llegó a Nueva York con una mano por delante y otra por detrás y en pocos años dedicado a oscuros negocios hizo una fortuna. En la vejez se convirtió en benefactor de las artes y nadie se acordó de sus comienzos algo turbios; al morir le dejó a su descendencia un montón de dinero y un buen nombre. Timothy se crió interno en colegios católicos para niños ricos, donde aprendió algunos deportes y le cultivaron un oprimente sentido de culpa que, de todos modos, estoy seguro que ya traía desde la cuna. En el fondo de su alma deseaba ser actor, pero su padre consideraba que sólo había dos profesiones respetables: médico o abogado; todo lo demás era burumballa para truhanes y con mayor razón lo relacionado con el teatro, que a sus ojos era cosa de homosexuales y pervertidos. Distraía la mitad de sus impuestos con la fundación para las artes inventada por el abuelo Duane, pero eso no le desarrolló simpatía por los artistas. Se mantuvo autoritario y en buena salud durante casi un siglo, privando a la humanidad de la figura perfecta de su hijo en la pantalla sobre un escenario. Timothy se convirtió en un médico que detesta su profesión y asegura que se dedicó a la patología porque al menos a los muertos no tiene necesidad de escucharles sus quejas ni consolarlos. Al renunciar a sus sueños histriónicos y cambiar las tablas por heladas salas de disección, se convirtió en un solitario atormentado por tenaces demonios. Muchas mujeres lo han perseguido, pero todos sus amores fracasaron por el camino dejándole un reconcomio de pesadumbre y desconfianza, hasta que tarde en su vida, cuando había perdido la risa, la esperanza y buena parte de su apostura, apareció alguien que lo salvó de sí mismo. Pero me estoy adelantando, eso ocurrió mucho después. En la época en que lo conocí engañaba a su padre con la promesa de estudiar leyes o medicina, mientras a escondidas se dedicaba al teatro, su verdadera pasión. Había llegado esa semana a la ciudad y todavía estaba en la fase exploratoria, pero a diferencia de mí, contaba con experiencia en el mundo de la educación para blancos, tenia el respaldo de un padre rico y una actitud que le abría las puertas. Por su aplomo parecía el dueño de la universidad. Aquí se estudia poco, pero se aprende mucho; abre los ojos y cierra la boca, me aconsejó. Yo aún andaba como espultado. Su cuarto resultó ser el ático de una casa vieja, una sola pieza con techos de catedral y dos claraboyas por donde se vislumbraba–la torre del Campanile. Me me demostró que también se podían ver otras cosas; trepándonos en una silla, divisábamos el baño de un dormitorio, donde cada mañana desfilaban hileras de muchachas en ropa interior camino a las duchas. Al descubrir poco después que las observábamos, varias se paseaban desnudas. En la habitación había muy pocos muebles, apenas dos camas, una mesa grande y una repisa para libros. Tendimos un trozo de cañería entre dos vigas para colgar la ropa y lo demás fue a parar a unas cajas de cartón en el suelo. El resto de la casa estaba ocupado por dos mujeres encantadoras, Joan y Susan, que con el tiempo se convirtieron en muy buenas amigas mías. Tenían una amplia cocina donde preparaban las recetas de un libro que pensaban escribir; el aroma de sus guisos me hacía agua la boca, gracias a ellas aprendí a cocinar. Poco después serían famosas, no tanto por su talento culinario o por el libro que jamás llegó a publicarse, sino porque pusieron de moda la idea de quemar el sostén en protestas públicas. Ese gesto, producto de un arrebato de inspiración cuando les negaron la entrada a un bar para hombres solos y captado casualmente por la máquina fotográfica de un turista japonés, salió en el noticiario de televisión, fue imitado por otras mujeres y pronto se convirtió en la contraseña de las feministas del mundo. La casa resultó ideal, estaba a un paso de la universidad y era muy cómoda. Además me gustaba su aire señorial; comparada con los otros sitios donde había vivido parecía un palacio. Años después albergaría a una de las más célebres comunidades hippies de la ciudad, veintitantas personas en amable promiscuidad bajo el mismo techo, y el jardín se convertirla en una enmalezada plantación de marihuana, pero para entonces yo me había mudado a otra parte.