El plan infinito - Isabel Allende
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— Los muertos necesitan un hogar fijo, no pueden estar mudándose de un lado para otro. También las casas necesitan un muerto y un nacimiento. Un día nacerán aquí mis nietos–decía. Aparte de Olga, con quien compartía la prodigiosa intimidad de los amantes impúdicos, Carmen Morales era la persona más cercana a Gregory. Una vez que Olga le tranquilizó los instintos, pudo contemplar las prominencias de su amiga sin sufrir incómodos descalabros. Deseaba para ella un destino menos sórdido que el de las mujeres de su barrio, maltratadas por los maridos, abatidas por los hijos y pobres de solemnidad. creía que con un poco de ayuda podría terminar la escuela y estudiar un oficio. Trató de iniciarla en la lectura, pero ella se aburría en la biblioteca, detestaba los estudios y no demostraba el menor interés en las noticias de los periódicos.
— Si leo más de media página me duele la cabeza. Mejor lees tú y me cuentas… — se disculpaba cuando la acorralaba entre un libro y la pared.
— Es porque tiene los pechos grandes. A más senos, menos cerebro, es una ley de la naturaleza, por eso las desdichadas mujeres son como son–le explicó Cyrus a Gregory.
— ¡Ese viejo es un cretino! — estalló Carmen cuando lo supo, y a partir de ese día usaba sostenes con rellenos por simple espíritu de desafió, con tan espectaculares resultados que nadie en el vecindario dejó de comentar lo bien que se estaba desarrollando la menor de los Morales.
No sólo sus senos llamaban la atención, había dejado atrás su aspecto de ratón diligente y se estaba convirtiendo en una muchacha explosiva en torno a quien revoloteaban los pretendientes, pero sin atreverse a cruzar la delicada frontera del honor, porque al otro lado estaban Pedro Morales y sus cuatro hijos, todos macizos, determinados y celosos. En apariencia no era distinta a otras chicas de su edad, le gustaban las fiestas, escribía pensamientos románticos y versos copiados en un diario de vida, se enamoraba de los actores de cine y coqueteaba con cuanto muchacho se encontraba a su alcance, siempre que lograra eludir la vigilancia de su familia y de Gregory, posesionado del papel de caballero andante. Sin embargo, a diferencia de otras jóvenes, poseía una turbulenta imaginación que más tarde la salvaría de una existencia banal.
Un jueves, a la salida de la escuela, Gregory y Carmen se encontraron en la calle frente a Martínez y tres de sus pandilleros. El flujo de jóvenes que salía del edificio se detuvo un instante y luego se desvió para evitarlos, no fueran a considerarlo una provocación, pero Martínez había visto a la muchacha el sábado anterior en un salón de baile y la estaba esperando con la soberbia de quien se sabe más fuerte. Ella se detuvo en seco y lo mismo hicieron los otros alumnos a su alrededor, que percibieron la amenaza en el aire y fueron incapaces de reaccionar; Martínez había crecido mucho para su edad, era un gigante insolente con bigotillo de galán, algunos tatuajes a la vista, vestido de pachuco, el pelo pegado de pomada en dos copetes levantados, pantalones con pliegues en la cintura, zapatos con remaches de metal en las puntas, chaqueta de cuero y camisa morada. — Ándale, chulita, dame un beso… — dio un par de pasos y tomó a Carmen por la barbilla.
De un manotazo ella lo apartó y los ojos del otro se achicaron al tamaño de dos rayas. Gregory cogió a su amiga del brazo y trató de sacarla de aquella encerrona cobarde, pero la pandilla bloqueaba el paso y no había a quién recurrir; en la calle se había abierto un terrible vacío, los otros muchachos retrocedieron a distancia prudente en un amplio semicírculo y al centro sólo quedaron ellos y los agresores. — A ti te conozco, hijo de la chingada–se burló Martínez empujando ligeramente a Gregory, y agregó para sus secuaces-: Este es el pinche gringo maricón que les conté.
Sin soltar a Carmen, Gregory volvió a intentar una maniobra de escape, pero Martínez avanzó amenazante y entonces comprendió que había llegado el momento tan temido, ya no era posible evadir aquella amenaza que siempre estuvo acechándolo. Respiró profundo, tratando de controlar su terror, obligándose a pensar, calculando que se encontraba solo, porque ninguno de sus camaradas acudiría en su defensa y que los otros eran cuatro y seguro tenían cuchillos o manoplas. El odio le volvió como una oleada caliente, desde el fondo del vientre hacia la garganta, los recuerdos acudieron en tropel, atur–diéndolo, y por un momento perdió la visión y el entendimiento y se hundió en un lodazal oscuro. La voz de Carmen lo devolvió a la calle. — No me toques, cabrón–y se defendía de las manos de Martínez mientras los otros se reían.
Gregory empujó a Carmen a un lado y se enfrentó con su enemigo, las caras a pocos centímetros, los puños listos, los ojos llenos de rencor, jadeando.
— ¿Qué es lo que quieres, gringo puto … ? ¿Tienes ganas de que te culee de nuevo o prefieres tirar chingazos conmigo? — musitó Martínez con voz lenta y suave, como si le hablara de amor. — ¡Chinga tu madre! Cuatro de tus matones contra uno solo y desarmado es bien fácil–replicó Gregory.
— ¡Ja! órale, pues, carnales. Esto será entre los dos solos–ordenó Martínez a los suyos.
— No quiero una pelea de chavos. Lo que yo quiero es un duelo a muerte–masculló Gregory con los dientes apretados. — ¿Qué chingadera es ésa?
— Lo que oíste, pocho desgraciado–y Gregory levantó la voz para que todos en la calle pudieran escucharlo-. Dentro de tres días, detrás de la fábrica de cauchos, a las siete de la tarde.
Martínez lanzó unas miradas a su alrededor, sin comprender muy bien de qué se trataba y los pandilleros se encogieron de hombros, todavía burlones, mientras el círculo de curiosos se cerraba un poco, porque nadie quería perder palabra de lo que estaba sucediendo. — ¿Cuchillo, garrote, cadena o pistola? — preguntó Martínez incrédulo. — El tren–replicó Gregory. — ¿Y qué hay con el chingado tren? — Vamos a ver quién tiene más huevos.
Y Gregory cogió a Carmen de la mano y se alejó por la calle, dándole la espalda con el fingido desprecio de un torero por la bestia que aún no ha derrotado, caminando de prisa, para que nadie oyera el retumbar de su corazón.
Hacía varios años que yo corría contra el tren, primero con la intención de morirme y después nada más que para tomarle el gusto a la vida. Pasaba rugiendo cuatro veces al día como un dragón en estampida, alborotando el viento y el silencio. Lo esperaba siempre en el mismo lugar, un terreno baldío y plano, donde en algunas temporadas se acumulaban chatarra y basura y en otras, cuando lo limpiaban, iban los niños a jugar a la pelota. Primero me llegaba el pitazo lejano y el rumor de las máquinas, después lo veía aparecer, un formidable culebrón de hierro y ruido. Mi desafió era calcular el momento exacto para cruzar la línea delante de la locomotora, aguardar hasta el último instante, tenerlo casi encima, correr entonces como un desesperado y alcanzar el otro lado de un salto. La vida dependía del menor error, una leve vacilación, un tropiezo en el riel, la destreza de mis piernas y mi sangre fría. Podía distinguir los diferentes trenes por el estrépito de las máquinas, sabía que el primero de la mañana era el más lento y el de las siete quince el más veloz. Me sentía bastante seguro, pero como no lo había toreado en un buen tiempo, fui a ensayar con cada uno que pasó en los días siguientes, acompañado por Carmen y Juan José, para medir los resultados. La primera vez que me vieron hacerlo se les cayó el cronómetro de las manos y Carmen se puso a gritar sin control, por suerte no la oí hasta después que pasó la máquina, porque seguro habría titubeado y ahora no estaría contando el cuento. Descubrimos el mejor lugar para la carrera, allí donde los rieles se veían con claridad; quitamos las piedras y marcamos la distancia con una raya en el suelo, acortándola en cada intento, hasta que no fue posible reducirla más, el tren me rozaba la espalda. En la tarde era más difícil porque a esa hora esta ba casi oscuro y las luces de la locomotora encandilaban. Supongo que Martínez también se ejercitó en otra parte, donde nadie lo vio y su orgullo desmesurado quedó a salvo; delante de sus compinches no podía demostrar la menor preocupación por el duelo, debía aparentar desprecio absoluto por el peligro, a lo mero macho. Yo contaba con ello para sacarle ventaja, porque durante mis años en la jungla del barrio aprendí a aceptar con humildad el miedo, ese incendio en el estómago que a veces me atormentaba durante varios días seguidos.
El domingo señalado ya se había corrido la voz en la escuela y a las seis y media había una hilera de automóviles, motos y bicicletas estacionados en el sitio baldío y una cincuentena de mis compañeros, sentados en el suelo cerca de las líneas esperaban el comienzo del espectáculo. La fábrica de cauchos estaba cerrada, pero en el aire todavía flotaba el olor nauseabundo de la goma caliente. Había un ambiente de fiesta. algunos habían llevado meriendas, unos cuantos bebían whisky y ginebra disimulados en botellas de refresco, varios cargaban cámaras fotográficas. Carmen evitó la algazara, se mantuvo apartada de los demás, rezando. Me había rogado que no lo hiciera, es preferible pasar por cobarde que perder la vida en un suspiro, después de todo Martínez no me hizo nada, este duelo es una aberración, un pecado, Dios nos va a castigar a todos, me suplicó. Le expliqué que esto nada tenía que ver con el incidente en la calle; no era ella la causante sino sólo el pretexto, se trataba de deudas muy antiguas imposibles de contar, cosas de hombres. Me colgó al cuello un pequeño rectángulo de trapo bordado.
— Es el escapulario de la Virgen de Guadalupe que mi madre traía puesto cuando vino de Zacatecas. Es muy milagroso… A las siete en punto aparecieron cuatro destartalados automóviles, pintarrajeados con el color morado de los los Carniceros, acarreando a la pandilla, que acudió a respaldar a Martínez. Pasaron entre nosotros haciendo el saludo de la mano engarfiada ante la cara y tocándose el sexo, en gesto de provocación. Imaginé que si las cosas no resultaban bien se armaría un tremendo lío y mi grupo de amigos, aunque más numeroso, no era en ningún caso un adversario temible para ellos, habituados a dar guerra y armados. Tuve que mirar dos veces para distinguir a Martínez, porque todos parecían iguales. Los mismos peinados a la gomina, chaquetas, adornos y balanceos provocativos al caminar. No había renunciado a su ropa de chulo, ni siquiera a sus zapatos de tacón alto, en cambio yo vestía con comodidad–en ese tiempo sólo podía comprar ropa de segunda mano en el bazar de la iglesia–y me había puesto zapatillas de gimnasia. Revisé mis ventajas: yo era más rápido y liviano, en realidad en una carrera mano a mano no podía ganarme, pero esto era un desafió a la muerte y en el último instante contaba más el atrevimiento que la destreza. En la escuela primaria él era buen atleta, en cambio yo siempre fui mediocre en los deportes, pero traté de no pensar en ello. — A las siete quince en punto pasa el expreso. Corremos al mismo tiempo separados por tres pasos largos para que no puedas empujarme, cabrón, yo más cerca del tren, te doy ese regalito si quieres — grité para que todos escucharan. — No necesito ventaja, pinche gringo mariposa.
— Elige entonces: corres más cerca del tren o partes más atrás. — Salgo más atrás.
Con un palo marqué dos rayas en el suelo, mientras tres pandilleros y algunos de mis compañeros, encabezados por Juan José Morales, cruzaban el riel para controlar el duelo desde el otro lado. — Tan cerca? ¿Tienes miedo, maricón? — se burló desdeñoso Martínez. Había calculado su reacción, borré las rayas con el pie y las tracé de nuevo más atrás. Juan José Morales y un pandillero midieron los pasos de separación y en ese momento escuchamos el pitazo del tren. Todos los espectadores se adelantaron, la pandilla a la izquierda, en un bloque compacto, mis compañeros a la derecha. Carmen me dio una última mirada animosa, pero la vi descompuesta. Nos colocamos en las marcas, toqué el escapulario disimuladamente y luego cerré por completo la mente a todo lo que me rodeaba, concentrándome en mí mismo y en esa mole de hierro que se precipitaba, contando los segundos, el cuerpo tenso, atento al estrépito que crecía, yo solo frente al tren, como tantas veces antes había estado. Tres, dos, uno ¡ahora! y sin tener conciencia de lo que hacía sentí un bramido salvaje en las entrañas, las piernas salieron disparadas por impulso autónomo, un corrientazo formidable me recorrió por completo, los músculos estallaron en el esfuerzo y el pavor me cegó con un velo de sangre. El clamor del tren y mi propio alarido se me metieron bajo la piel, invadiéndome enteramente, me convertí en un solo terrible rugido. Vislumbré las luces inmensas que se me venían encima, me ardió la piel con el calor de los motores y del aire partido en dos por esa gigantesca flecha, las chispas de las ruedas metálicas contra los rieles me dieron en la cara. Hubo un instante que duró un milenio, una fracción de tiempo congelada para siempre, y quedé suspendido en un abismo inconmensurable, flotando delante de la locomotora, un pájaro petrificado en pleno vuelo, cada partícula del cuerpo extendida en el último salto hacía adelante, la mente detenida en la certeza de la muerte.
No sé lo que ocurrió enseguida. Sólo recuerdo que desperté rodando al otro lado de los rieles con náuseas, extenuado, aspirando a todo pulmón el olor a metal caliente, aturdido por el fragor furioso de la enorme bestia que pasaba y pasaba, larguísima, interminable, y cuando acabó por fin de alejarse, sentí un silencio anormal, un vacío absoluto. y la oscuridad me envolvió entero. Un siglo después Carmen y Juan José me tomaron de los brazos para ponerme de pie. — Levántate. Gregory, vámonos de aquí antes que llegue la policía… Y entonces tuve un chispazo de lucidez y alcancé a ver en la penumbra de la tarde cómo los muchachos escapaban corriendo hacia la carretera, cómo salían disparados los coches morados de los pandílle–ros, cómo no quedaba un alma en el lugar más que Carmen, Juan José y yo, salpicado de sangre, y los pedazos de Martínez repartidos por todos lados.
Segunda Parte
Tanto se repitió de boca en boca el duelo del tren, adornado hasta alcanzar proporciones fantásticas, que Gregory Reeves pasó a ser un héroe entre sus compañeros. Algo fundamental cambió en su carácter entonces, creció de golpe y perdió esa especie de candor angélico, causante de tantos sinsabores y palizas, adquirió seguridad y por primera vez en años se sintió bien en su piel, ya no deseaba ser moreno como los demás del barrio, empezaba a evaluar las ventajas de no serlo. En la escuela secundaria había cerca de cuatro mil alumnos provenientes de diferentes sectores de la ciudad, casi todos blancos de clase media. Las muchachas usaban el pelo recogido en cola de caballo, no decían malas palabras ni se pintaban las uñas, frecuentaban la iglesia y algunas ya tenían aire de inamovibles matronas, como sus madres. No perdían ocasión de besarse con el novio de turno en la última fila del cine o en el asiento trasero de un coche, pero no lo comentaban. Ellas soñaban con un diamante en el anular y entretanto los muchachos aprovechaban su libertad mientras pudieran, antes de que el rayo fulminante del amor los domesticara. Vivían su última oportunidad de relajo, de juegos y deportes bruscos, de aturdirse de alcohol y velocidad, un período de travesuras viriles, algunas inocuas como robarse el busto de Lincoln de la oficina del rector, y otras no tanto, como atrapar a un negro, un mexicano o un homosexual para embadurnarlo de excremento. Se burlaban del romanticismo, pero lo utilizaban para conseguir pareja. Entre ellos hablaban de sexo sin parar, pero muy pocos tenían ocasión de practicarlo. Por pudor Gregory Reeves nunca mencionó a Olga entre sus amigos. En la escuela se sentía a sus anchas, ya no estaba segregado por su color, nadie conocía su casa ni su familia, se ignoraba que su madre recibía un cheque de la Beneficencia Social. Era de los más pobres, pero siempre tenía algo de dinero en el bolsillo porque trabajaba, podía invitar a una chica al cine, no le faltaba para una ronda de cervezas o una apuesta y en el último año la bonanza le alcanzó para un automóvil bastante machucado, pero con un buen motor. La escasez sólo se percibía en los pantalones brillosos, las camisas gastadas y la falta de tiempo libre. Parecía mayor, era delgado, ágil y tan fuerte como lo había sido su padre, se creía guapo y actuaba como si lo fuera. En los años siguientes sacó provecho a la leyenda de Martínez y su conocimiento de las dos culturas en las cuales había crecido. Las extravagancias intelectuales de su familia y su amistad con el ascensorista de la biblioteca le desarrollaron la curiosidad; en un lugar donde los hombres apenas leían la página deportiva de los periódicos y las mujeres preferían los chismes de artistas de Hollywood, él había leído por orden alfabético a los más notables pensadores desde Aristóteles hasta Zoroastro. Tenía una visión del mundo deformada, pero en cualquier caso más amplia que la de los demás estudiantes y de varios profesores. Cada nueva idea lo deslumbraba, creía haber descubierto algo único y sentía el deber de revelarlo al resto de la humanidad, pero pronto se dio cuenta de que la exhibición de conocimientos caía como una patada de mula entre sus compañeros. Con ellos se cuidaba, pero ante las muchachas no podía evitar la tentación de lucirse como un funámbulo de la palabra. Las infatigables discusiones con Cyrus le enseñaron a defender sus ideas con pasión, su maestro le desbarataba todo intento de marearlo a punta de elocuencia, más fundamento y menos retórica, hijo, le decía, pero Gregory comprobó que sus trucos de orador funcionaban bien con otras personas. Sabía colocarse siempre a la cabeza del grupo, los otros se acostumbraron a abrirle paso y como la modestia no era una de sus virtudes, naturalmente se imaginó lanzado en una carrera política. — No es mala idea. De aquí a unos años el socialismo habrá triunfado en el mundo y podrás ser el primer senador comunista de este país — lo entusiasmaba Cyrus en cuchicheos secretos en la bodega de la biblioteca, donde por años había intentado, sin grandes resultados, sembrar en la mente de su discípulo su encendida pasión por Marx y Lenin. A Reeves esas teorías le resultaban incuestionables desde el punto de vista de la justicia y la lógica, pero intuía que no tenían la menor posibilidad de triunfar, por lo menos en su mitad del planeta. Por otra parte, la idea de hacer fortuna le parecía más seductora que la de compartir la pobreza por igual, pero jamás se habría atrevido a confesar tan mezquinos pensamientos.