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El plan infinito - Isabel Allende

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Tim me obligó a desprenderme de mis camisas, dijo que parecía un pájaro tropical con esa moda del sur de California; en Berkeley nadie se vestía así, no podía salir a protestar con esa facha. Me explicó que si no protestábamos no éramos nadie y no conseguíamos mujeres. Yo había notado los letreros y afiches anunciando diversas causas: hambrunas, dictaduras y revoluciones en puntos del planeta imposibles de ubicar en un mapa, derechos de las minorías, de las mujeres, los bosques y las especies en peligro, paz y fraternidad. No se podía avanzar una cuadra sin poner la firma en algún manifiesto ni tomarse un café sin donar veinticinco céntimos a una colecta para algún fin tan altruista como distante. El tiempo del estudio era mínimo comparado con el dedicado a reclamar por los males ajenos, denunciar al gobierno, los militares, la política exterior, los abusos raciales, los crímenes ecológicos y las injusticias sempiternas. Esa preocupación obsesiva por los asuntos del mundo, aun los más disparatados, fue una revelación. Cyrus me había sembrado por años preguntas en la mente, pero hasta entonces me parecían material de libros y de ejercicios intelectuales sin aplicación práctica en la existencia cotidiana, cosas que sólo podía discutir con él porque el resto de los mortales resultaba impermeable a tales temas. Ahora compartía esas inquietudes con los amigos; nos sentíamos parte de una compleja red donde cada acción repercutía con imprevisibles consecuencias en el destino futuro de la humanidad. Según mis compinches de los cafés había una revolución en marcha que nadie podría detener, nuestras teorías y costumbres serían pronto universalmente imitadas, teníamos la responsabilidad histórica de estar al lado de los buenos, y los buenos eran, por supuesto, los extremistas. Nada debía quedar en pie, era necesario allanar el terreno para la nueva sociedad. Escuché por primera vez la palabra política en susurros en el ascensor de la biblioteca y sabía que ser llamado liberal o radical era un insulto apenas menos ofensivo que comunista. Ahora estaba en la única ciudad de los Estados Unidos donde esto era al revés, allí lo único peor que ser conservador, era ser neutral o indiferente. Una semana mas tarde me encontraba instalado en el desván con mi amigo Duane, asistía regularmente a clases y había conseguido dos trabajos para mantenerme a flote. El estudio no me pesaba, todavía esa universidad no se convertía en el terrible colador de cerebros que llegó a ser después, me pareció como la escuela secundaria, pero más desordenada. Había obligación de asistir a cursos militares por dos años. Me divertía tanto en los ejercicios y en los campamentos de verano, y me gustaba tanto el uniforme, que lo hice por cuatro y obtuve grado de oficial. Al inscribirme me hicieron firmar una declaración jurada de que no era comunista. Mientras colocaba mi firma al pie del documento sentí la mirada irónica de Cyrus en mi nuca tan vívidamente, que me volví para saludarlo.

El capataz de la fábrica de latas soñaba cada noche con Judy Reeves y despierto lo perseguía sin tregua la visión de esa mujer. No era uno de aquellos hombres obsesionados por las gordas, ni siquiera había notado que ella lo fuera. A sus ojos era perfecta, no le faltaba ni le sobraba nada, y si alguien le hubiera dicho que tenía práctica mente el doble de su peso normal se hubiera sorprendido de veras. No se fijaba en el tamaño de sus defectos, sino en la calidad de sus virtudes, amaba sus senos redondos y su trasero ampuloso y le gustaba que fueran grandes, Así había más para coger a dos manos. Lo deslumbraba la piel de bebé, las manos dañadas por la costura y los quehaceres de la casa, pero de noble forma, la radiante sonrisa que había vislumbrado en un par de ocasiones y su cabello fino y tan rubio como hilos de plata. La determinación de la joven para rechazarlo sólo aumentaba su deseo. Buscaba oportunidades para acercarse a pesar de la arrogancia con que ella lo ignoraba una y otra vez. Recién lavado, con camisa limpia y rociado con agua de colonia para disipar el ácido olor de la fábrica, se apostaba cada tarde en la parada del bus a esperar que su amada regresara del trabajo, le tendía la mano para ayudarla a bajar del vehículo y no se molestaba cuando ella prefería descender a trastabillones antes que apoyarse en él. Caminaba a su lado hablándole en un tono cotidiano, como si fueran íntimos amigos, sin desanimarse por el taimado silencio de Judy; le contaba pormenores de su jornada, noticias de personas desconocidas para ella y resultados del béisbol. La acompañaba hasta la puerta de su casa, la invitaba a cenar–seguro de su negativa silenciosa–y se despedía con la promesa de verla al día siguiente en el mismo sitio. Este paciente asedio se mantuvo sin variaciones durante dos meses.

— ¿Quién es ese hombre que viene todos los días? — preguntó Nora Reeves por fin. — Nadie, mamá. — ¿Cómo se llama?

— No le he preguntado, ni me interesa.

Al día siguiente Nora aguardó atisbando por la ventana y antes que Judy alcanzara a cerrar la puerta en las narices del gigante pelirrojo, le salió al encuentro y lo invitó a tomar una cerveza, a pesar de la mirada asesina de su hija. Sentado en la minúscula sala en una silla demasiado frágil para su enorme corpachón, el pretendiente permaneció callado apretándose las manos para hacer sonar los nudillos mientras Nora lo observaba sin disimulo desde el sillón de mimbre. Judy había desaparecido en el dormitorio y a través de las delgadas paredes se oían sus furiosos resoplidos.

— Permítame agradecerle sus finas atenciones con mi hija–dijo Nora Reeves.

— Ajá–replicó el hombre, incapaz de discurrir una respuesta más laboriosa, porque no estaba acostumbrado a ese lenguaje rebuscado. — Usted parece buena persona.

— Ajá…

— ¿Lo es? — ¿Qué?

— Si acaso es usted buena persona. — No sé, señora. — ¿Cómo se llama? — Jim Morgan.

— Yo me llamo Nora y mi marido es Charles Reeves, Maestro Funcionario y Doctor en Ciencias Divinas, seguramente usted ha oído hablar de él, es muy conocido…

Judy, que escuchaba la conversación desde el otro cuarto, no aguantó más y entró como un tifón a la sala, enfrentando a su tímido admirador con los brazos en jarra.

— ¡Qué diablos quieres de mí! ¡Por qué no me dejas en paz! — No puedo… creo, que me estoy enamorando, verdad lo siento… — balbuceó el desdichado galán, la cara tan encendida como su pelo. — ¡Está bien, si la única forma de librarme de esta pesadilla es acostándome contigo, vamos de una vez!

Nora Reeves lanzó una exclamación de espanto y se levantó con tal sobresaltó que el sillón se volcó; su hija nunca había usado ese vocabulario en su presencia. Morgan también se puso de pie, se despidió con un gesto de Nora, se encasquetó su gorra y salió. — Veo que me equivoqué contigo. Lo que yo quiero es matrimonio–le dijo secamente desde el umbral.

Al bajar del bus al otro día Judy no encontró a nadie dispuesto a tenderle la mano para ayudarla. Suspiró aliviada y echó a andar con su lento bamboleo de fragata observando el quehacer de la calle, las gentes en sus afanes, los gatos escarbando en los basureros. los niños morenos correteando en juegos de vaqueros y bandidos. El camino se le hizo largo y cuando llegó a su casa la alegría se le había disipado y en su lugar sentía un áspero despecho. Esa noche no pudo dormir; se retorcía entre las sábanas como una ballena varada en la marea baja, desesperada. Se levantó al amanecer, se comió dos plátanos, una taza de chocolate, tres huevos fritos con tocino y ocho tostadas untadas con mantequilla y mermelada. Su madre la encontró en el porche con bigotes de chocolate y yema de huevo y dos hilos de lágrimas cayéndole por las mejillas.

— Anoche vino tu padre de nuevo. Manda decir que entierres hígados de pollo a los pies del sauce. — No me hables de él, mamá.

— Es por las hormigas. Dice que así se irán dé la casa.

Ese día Judy no fue a trabajar y en cambio fue a visitar a Olga. La adivina la miró de pies a cabeza, evaluando los rollos, las piernas hinchadas, la respiración jadeante, el horrible vestido cosido de prisa en una tela ordinaria, la tremenda desolación en los ojos absolutamente azules de la muchacha y no tuvo necesidad de su bola de cristal para improvisar un consejo. — ¿Qué es lo que más te gustaría tener, Judy? — Hijos–replicó ella sin vacilar.

— Para eso necesitas un hombre. Y ya que estás en eso, es mejor que sea un marido.

La joven se dirigió a la pastelería de la esquina y devoró tres pasteles de mil hojas y dos vasos de sidra de manzana, de allí partió a la peluquería, donde no había puesto jamás los pies, y en las tres horas siguientes una mexicana chaparrita y simpática le hizo una permanente, le pintó las uñas de las manos y de los pies de un rosa fulminante y le depiló las piernas con cera, mientras ella se comía un kilo de bombones con paciente determinación. Luego tomó el bus al centro con la intención de comprar un vestido en la única tienda para gordas que había entonces en el estado de California. Consiguió una falda celeste y un blusón floreado que disimulaban un poco su volumen y resaltaban la frescura infantil de su piel y sus ojos. Así ataviada a las cinco de la tarde se apostó de brazos cruzados y con una tremebunda expresión en la puerta de la fábrica donde trabajaba su enamorado. Sonó el silbato, vio salir al tropel de obreros latinos y veinte minutos más tarde apareció el capataz sin afeitarse, sudado y con una camiseta grasienta. Al verla se detuvo boquiabierto. — ¿Cómo dijiste que te llamabas? — le preguntó Judy con un vozarrón poco amable para ocultar su vergüenza. — Jim. Jim Morgan… Te ves muy bonita. — ¿Todavía quieres casarte conmigo? — ¡Claro que sí!

El Padre Larraguibel celebró la ceremonia en la parroquia de Lourdes, a pesar de que Judy era bahai como su madre y Jim pertenecía a la Iglesia de los Santos Apóstoles, pero sus amigos eran católicos y en ese barrio el único matrimonio válido era con los ritos del Vaticano. Gregory viajó especialmente para conducir a su hermana del brazo al altar. Pedro Morales financió la fiesta, mientras Inmaculada, sus hijas y amigas pasaron dos días cocinando platos mexicanos y fabricando galletas de boda. El novio se encargó del licor y de la música, armaron una parranda en el medio de la calle con el mejor grupo de mariachis y más de cien invitados que bailaron toda la noche los ritmos latinos. Nora Reeves fabricó para su hija un primoroso vestido de novia con tantos vuelos de organdí que de lejos parecía un velero de piratas y de cerca la cuna de un príncipe heredero. Jim Morgan tenía algunos ahorros y pudo instalar a su mujer en una casa pequeña, pero cómoda, y comprarle un juego de dormitorio nuevo con una cama de medidas especiales capaz de contenerlos a ambos y de resistir los encontronazos de rinoceronte con que se amaron de buena fe la primera semana. El viernes siguiente el marido no llegó a dormir a la casa. Su esposa lo esperó hasta el domingo, cuando apareció tan embriagado que no podía recordar dónde había estado ni con quién. Judy cogió una botella de leche y se la partió en la cabeza. A otro más débil el golpe tal vez lo habría matado, pero a Jim Morgan apenas le fracturó la frente y, lejos de apabullarlo, lo puso en un frenético estado de excitación. Se secó la sangre de los ojos con la manga, se lanzó encima de Judy y a pesar de sus furiosos pataleos esa noche gestaron al primer hijo, un rozagante niño que pesó cinco kilos al nacer. Judy Reeves, iluminada por una felicidad que jamás imaginó posible, se lo puso al pecho, determinada a dar a esa criatura el amor que ella nunca tuvo. Había descubierto su vocación de madre. Para Carmen Morales la partida de Gregory fue una ofensa personal. En el fondo de su corazón siempre supo que él no pertenecía al barrio y tarde o temprano emprendería otros rumbos, pero suponía que cuando llegara ese momento partirían juntos, tal vez a correr aventuras con un circo ambulante, como tantas veces habían planeado. No podía imaginar su existencia sin él. Desde que podía recordar lo había visto casi a diario, nada grande o pequeño le había sucedido nunca sin compartirlo con su amigo. Él le reveló los misterios de la infancia, que Santa Claus no existía y los bebés no crecían en repollos ni los traía la cigüeña de París, fue el primero en enterarse de la novedad cuando ella descubrió a los once años una mancha roja en sus calzones. Estaba más cerca suyo que de su propia madre o de sus hermanos, habían crecido juntos, se contaban incluso aquellas cosas vedadas por el pudor en el cual la habían educado. Como Gregory, ella también se enamoraba a cada rato con pasiones fulminantes y de corto aliento. pero a diferencia de él, estaba atada por las tradiciones patriarcales de su familia y de su ambiente. Su apasionada naturaleza se estrellaba contra el doble código moral que convertía a las mujeres en prisioneras y en cambio otorgaba licencia de caza a los hombres. Debía cuidar su reputación porque cualquier sombra podía desencadenar una tragedia; su padre y sus hermanos la vigilaban celosamente, dispuestos a defender el honor de la casa, mientras al mismo tiempo intentaban hacer con otras mujeres lo que jamás les permitirían a las de su misma sangre. Carmen tenía un es píritu indómito, pero en ese tiempo todavía estaba enredada en las telarañas del qué dirán. Temía sobre todo a su padre, luego al explosivo cura Larraguibel y a Dios, en este orden, y finalmente a las malas lenguas, capaces de destrozarle el futuro. Como tantas otras muchachas de su generación, fue criada con el axioma de que el matrimonio y la maternidad eran el más perfecto destino " — se–casaron–tuvieron–muchos–hijos–y–fueron–muy–felices — " pero a su alrededor no había un solo ejemplo de dicha doméstica, ni siquiera sus padres, que permanecían juntos porque no podían imaginar otra alternativa, pero estaban lejos de imitar a las románticas parejas del cine. Nunca los había visto hacerse una caricia y se rumoreaba que Pedro Morales tenía un hijo con otra mujer. No, no era eso lo que deseaba para sí misma. Seguía soñando, como en la niñez, con una vida diferente y aventurera, pero no tenía el coraje de romper con su ambiente y salir de allí. Sabía que a sus espaldas corrían muchos chismes ¿qué se ha creído la menor de los Morales? no tiene un trabajo fijo, anda sola de noche, se pinta demasiado los ojos ¿no es una pulsera eso que lleva en un tobillo?, sale demasiado con Gregory Reeves, después de todo no son parientes, los Morales debieran ocuparse más de su hija, ya está en edad de casarse, pero no le será fácil conseguir marido con esos modales de gringa suelta. Sin embargo a Carmen no le habían faltado vehementes candidatos al matrimonio. La primera proposición la recibió a los quince años recién cumplidos y a los diecinueve ya había tenido cinco pretendientes desesperados por casarse; de todos ellos se había enamorado con una, pasión quimérica y se había fastidiado al cabo de pocas semanas, apenas empezaban las inevitables rutinas. En la época en que Reeves se fue tenía su primer novio americano, Tom Clayton, todos los demás habían sido latinos del vecindario. Se trataba de un periodista irónico e intenso que la deslumbró con su conocimiento del mundo y sus estupendas teorías sobre el amor libre y la igualdad entre los sexos, temas que ella jamás se atrevería a sugerir en su casa, pero que había discutido extensamente con Gregory. — Pura palabrería, lo que quiere es acostarse contigo y después salir corriendo–determinó su amigo. — ¡Eres el eslabón perdido; más atrasado que mi papá! — ¿Te ha hablado de casarse? — El matrimonio mata el amor. — ¡Y qué no lo mata. Carmen, por Dios!

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Сергій
Сергій 25.01.2024 - 17:17
"Убийство миссис Спэнлоу" от Агаты Кристи – это великолепный детектив, который завораживает с первой страницы и держит в напряжении до последнего момента. Кристи, как всегда, мастерски строит