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El plan infinito - Isabel Allende

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— No me interesa entrar a la iglesia vestida de blanco, Greg. Yo soy diferente.

— Dilo de una vez, ya te acostaste con él…

— No. todavía no–y después de una pausa llena de suspiros-. ¿Qué se siente? Cuéntame qué se siente…

— Como un corrientazo de electricidad, nada más. La verdad es que el sexo está sobrevalorizado, muchas ilusiones y al final siempre se queda uno medio frustrado.

— Mentiroso. Si fuera así no andarías jadeando detrás de todas las mujeres.

— Justamente ahí está la trampa, Carmen. Uno siempre cree que con otra será mejor.

Gregory se fue en septiembre y en enero del año siguiente Tom Clayton partió a Washington con la intención de incorporarse al equipo de prensa del presidente más carismático del siglo, cuya política de ideas ampulosas le fascinaba. Deseaba palpar el poder y participar en los sobresaltos de la historia, sentía que en el oeste no había futuro para un periodista ambicioso, estaba demasiado lejos del corazón del imperio, como le dijo a Carmen. La dejó en lágrimas, porque para entonces estaba enamorada por primera vez; comparados con el sentimiento que ahora la sacudía, todos los demás habían sido amoríos insignificantes. Por teléfono y en breves notas salpicadas de horrores gramaticales, contó a Gregory día a día los pormenores de su romántico suplicio, reprochándole no sólo que la hubiera dejado sola en semejante momento, sino que le hubiera mentido respecto al corrientazo eléctrico, porque de haber sabido cómo era el asunto en realidad, no se habría demorado tanto en incorporarlo a su vida. — Lástima que estés tan lejos, Greg. No tengo con quién desahogarme.

— Aquí la gente es más moderna, todos se acuestan con todos y después lo comentan.

— Si se enteran mis padres me matan.

Los Morales lo supieron tres meses más tarde, cuando llegó la policía a interrogarlos. Tom Clayton no contestó las cartas de Carmen ni dio señales de vida hasta que varias semanas más tarde ella logró atraparlo por teléfono a una hora intempestiva de la madrugada, para anunciarle, con la voz quebrada de terror, que estaba embarazada. El hombre fue amable, pero terminante: ése no era su problema, intentaba dedicarse al periodismo político y debía pensar en su carrera; no era cosa de regresar en ese momento y por otra parte nunca había mencionado la palabra matrimonio, era partidario de las relaciones espontáneas y suponía que ella compartía sus ideas ¿no lo habían discutido así muchas veces? En todo caso no intentaba perjudicarla, asumía su responsabilidad y al día siguiente pondría un cheque en el correo para resolver de la manera habitual ese pequeño in conveniente. Carmen abandonó la central de teléfonos y caminó como una sonámbula hasta una cafetería, donde se desmoronó en una silla, totalmente descompuesta. Allí estuvo con la vista clavada en su taza hasta que le anunciaron la hora de cerrar el local. Más tarde, tendida sobre su cama con un dolor sordo en las sienes, decidió que lo más importante era guardar el secreto o arruinaría su vida irremisiblemente. En los días siguientes estuvo varias veces a punto de marcar el número de Gregory, pero tampoco a él deseaba confiarle su desgracia. Ésa era su hora de la verdad y quiso enfrentarla sola; una cosa era desafiar al mundo con vagas fanfarronerías feministas y otra muy distinta ser madre soltera en ese medio. Sacó las cuentas de que su familia no volvería a dirigirle la palabra, la expulsarían de la casa, de su clan y hasta del barrio, sus padres y hermanos morirían de bochorno, le tocaría hacerse cargo sin ayuda de una criatura, mantenerla y criarla, trabajar en cualquier oficio para sobrevivir, las mujeres la repudiarían y los hombres la tratarían como a una prostituta. Pensó que el niño cargaría también con el peso insoportable del anatema. No tenía valor para tan larga batalla, pero tampoco lo tenía para tomar una resolución. En esa incertidumbre se debatió un tiempo interminable, disimulando las náuseas que la agobiaban por las mañanas y la somnolencia que la volteaba en las tardes, eludiendo a su familia y comunicándose el mínimo con Gregory, hasta que un día no pudo abotonarse la falda y comprendió la urgencia de actuar pronto. Llamó otra vez a Tom Clayton, pero le indicaron que estaba de viaje y no sabían cuándo regresaría. Entonces se fue a la Iglesia de Lourdes, rogando que el párroco vasco no apareciera, se arrodilló ante el altar, como tantas veces había hecho en su vida, y por primera vez se dirigió a la Virgen para hablarle de mujer a mujer. Desde hacía años cultivaba calladas dudas sobre la religión, la misa del domingo se había convertido sólo en un rito social para ella, pero en ese instante de temor tuvo necesidad de reencontrarse con los consuelos de su fe. La estatua de la Madona con sus ropajes de seda y su aureola de perlas no le ofreció ayuda, el rostro de yeso miraba el vacío con sus ojos de vidrio pintado. Carmen le explicó sus razones para cometer el pecado que estaba planeando, le pidió benevolencia y bendición y de allí se fue directamente a la casa de Olga.

— No debiste esperar tanto–dijo la maga después de palparla con sus manos expertas-. En las primeras semanas no hay problema, pero ahora…

— Ah oriaj yaarntoesgafloen es que hacerlo.

— No importa. Por favor, ayúdame… — y se echó a llorar desesperada en los brazos de la adivina.

Olga había visto crecer a Carmen, los Morales eran como su, propia familia, y había vivido en ese barrio lo suficiente para saber lo que esperaba a la muchacha apenas empezara a notársele la barriga. La citó para la noche siguiente, preparó sus instrumentos y sus hierbas medicinales y le sacó brillo a su Buda, porque en esta ocasión las dos iban a necesitar de mucha suerte. Carmen anunció en su casa que se iría con una amiga a la playa por un par de días y se trasladó donde Olga. Nada quedaba del alegre desenfado de la joven, el miedo al dolor inmediato anulaba los demás temores, no podía pensar en los riesgos ni en las consecuencias posibles, lo único que deseaba era dormir profundamente y despertar libre de esa pesadilla. Pero a pesar de las pócimas de Olga y la media botella de whisky que se bebió al seco no perdió el sentido del presente y ningún sueño piadoso la ayudó en ese trance; tuvo que soportarlo atada por las muñecas y los tobillos a la mesa de la cocina, con un trapo metido en la boca para que sus quejidos no se oyeran en la calle, hasta que no pudo más y le hizo señas que prefería cualquier cosa antes que ese martirio, pero la curandera le contestó que ya era tarde para arrepentirse, debían llegar hasta el final de aquella tarea brutal. Después Carmen se quedó acurrucada como una criatura, con una bolsa de hielo en el vientre, llorando a mares, hasta que el cansancio la venció; le hicieron efecto los calmantes y el alcohol y pudo dormir. Treinta horas después, cuando aún no despertaba y parecía perdida en delirios de otro mundo, mientras un hilo de sangre, tenue pero constante manchaba las sábanas, Olga supo que por una vez le había fallado su estrella de la buena fortuna. Intentó bajarle la fiebre y detener la hemorragia con todos los recursos de su ingenioso repertorio, pero la chica empeoraba por momentos, era evidente que se le estaba escapando la vida. Olga se vio atrapada, podía morir bajo su techo y en ese caso ella estaba perdida: por otra parte no podía ponerla en la calle ni avisar a su familia. Mientras le sostenía la cabeza para obligarla a beber agua, le pareció que murmuraba el nombre de Gregory y enseguida comprendió que era el único a quien podía pedir ayuda. Cuando lo llamó, él dormía. Ven ahora mismo, le dijo, y por el tono de su voz Gregory adivinó la urgencia del mensaje y no hizo preguntas, tomó el primer avión de la mañana y pocas horas después tenía a su amiga en los brazos y la llevaba en un taxi al hospital más cercano, maldiciendo porque en esas horribles semanas no había confiado en él, por qué me excluiste, yo debí acompañarte, te lo dije, Carmen, Tom Clayton es un desalmado hijo de puta, pero no todos son iguales, no todos se acuestan y se van, como dice tu padre, te juro que hay mejores que Clayton, por qué no me dejaste ayudarte antes, tal vez el bebé habría vivido, no debiste hacer esto sola, para qué somos amigos, para qué somos hermanos si no es para ayudarnos, qué chingada vida, Carmen, no te vayas a morir, por favor no te mueras.

Mientras los cirujanos operaban, la policía, advertida por el hospital de las condiciones en que llegó la paciente, intentaba sonsacarle información a Gregory Reeves.

— Hagamos un trato–ofreció el oficial exasperado después de tres horas de inútil interrogatorio-. Me dices quién le hizo el aborto y te dejo ir de inmediato, ni siquiera quedas fichado. No más preguntas, nada, quedas totalmente libre.

— No sé quién lo hizo, se lo he dicho cien veces. Ni siquiera vivo aquí, tomé el avión de la mañana, vea mi pasaje. Mi amiga me llamó y yo la traje al hospital, es todo lo que sé. — ¿Eres el padre de la criatura?

— No. No he visto a Carmen Morales desde hace más de ocho meses.

— ¿Dónde la recogiste?

— Me esperaba en el aeropuerto.

— Eso es imposible, no puede caminar!

— Dime dónde la recogiste y te dejo ir. De lo contrario vas preso por cómplice y por encubridor. — Eso tendrá que probarlo.

Y volvía a repetirse una vez más el mismo ciclo de preguntas, respuestas, amenazas y evasivas. Por último los policías lo soltaron y fueron a la casa de los Morales a interrogar a la familia. Así se enteraron Pedro e Inmaculada de lo sucedido, y aunque sospecharon de Olga no lo dijeron, en parte porque adivinaron la buena intención de ayudar a su hija y en parte porque en el barrio mexicano la delación era un crimen inconcebible.

— Dios la ha castigado; Así no tengo que castigarla yo–dijo Pedro Morales con voz ronca cuando se enteró del grave estado en que se encontraba su hija.

Gregory Reeves se quedó junto a su amiga hasta que pasó el peligro. Durmió sentado en una silla a su lado durante tres noches, despertando a cada rato para vigilar la respiración de la enferma. El cuarto día en la madrugada Carmen amaneció sin fiebre. — Tengo hambre–anunció.

— ¡Gracias a Dios! — sonrió él y sacó de una bolsa una lata de leche condensada. Se bebieron el pegajoso dulce a lentos sorbos, tomados de la mano, como tantas veces lo hicieron de niños.

Entretanto Olga cogió su maleta y se fue a Puerto Rico, lo más lejos que pudo, anunciando por el barrio que partía a jugar a los casinos de Las Vegas porque el espíritu de un indio se le había aparecido para soplarle al oído una martingala de barajas. Pedro Morales se puso una cinta negra en el brazo, en la calle dijo que se le había muerto un pariente. en la casa hizo saber que su hija no había existido jamás y prohibió que se mencionara su nombre. Inmaculada prometió a la Virgen rezar un rosario diario por el resto de su existencia para que perdonara a Carmen el pecado cometido, cogió el dinero que tenía escondido bajo una tabla del piso y se fue a verla a espaldas de su marido. La encontró sentada en una silla mirando por la ventana el muro de ladrillos del edificio del frente, vestida con la túnica de tosca tela verde del hospital. La vio tan desdichada que se guardó sus reproches y sus lágrimas y simplemente la rodeó con sus brazos. Carmen escondió la cara en el pecho de su madre y se dejó mecer por largo rato, aspirando ese olor a ropa limpia y cocinería que la había acompañado toda su infancia.

— Aquí tienes mis ahorros, hija. Es mejor que partas por un tiempo, hasta que de tanto echarte de menos se le ablande el corazón a tu padre. Escríbeme, pero no a la casa, sino a la de Nora Reeves. Es la persona más discreta que conozco. Cuídate mucho y que Dios te ayude…

— Dios se ha olvidado que yo existo, mamá.

— No digas eso ni en broma–la atajó Inmaculada-. Pase lo que pase Dios te quiere y yo también, hija. Los dos estaremos siempre a tu lado ¿has entendido? — Sí. mamá.

Gregory Reeves vio a Samantha Emst por primera vez en una cancha de tenis donde jugaba mientras él podaba los arbustos vecinos del parque. Uno de sus empleos era el servicio de comedor en un pabellón de mujeres que había frente a su casa. Dos cocineras preparaban los alimentos y Gregory dirigía un equipo de cinco estudiantes para servir las mesas y lavar los platos, posición muy envidiada porque le daba libre acceso al edificio y a las estudiantes. En sus horas libres trabajaba como jardinero. Aparte de cortar el césped y arrancar malezas, nada sabía de plantas cuando comenzó pero tenía un buen maestro, un rumano de nombre Balcescu, de aspecto bárbaro y corazón blando, que se afeitaba la cabeza y sacaba lustre a su cráneo con un paño de fieltro, chapuceaba una vertiginosa mezcolanza de idiomas y amaba a las plantas tanto como a sí mismo. En su país fue guardia fronterizo, pero apenas se le presentó la ocasión escapó aprovechando su conocimiento del terreno y después de mucho deambular entró a los Estados Unidos a pie por Canadá, sin dinero, sin papeles y con sólo dos palabras en inglés: dinero y libertad. Convencido de que de eso se trataba América, hizo pocos esfuerzos por ampliar su vocabulario y se las arreglaba a base de mímica. Con él Gregory aprendió a luchar contra gusanos, moscas blancas, caracoles, hormigas y otras bestias enemigas de la vegetación, a fertilizar, hacer injertos y trasplantes. Más que una tarea, esas horas al aire libre eran un divertido pasatiempo, sobre todo porque debía descifrar las instrucciones de su jefe mediante un permanente ejercicio de intuición. Ese día podaba el cerco cuando se fijó en una de las jugadoras de tenis, se quedó observándola un buen rato, no tanto por el aspecto de la muchacha, que en reposo no le hubiera llamado la atención, como por su precisión de atleta. Tenía músculos tensos, piernas veloces, un rostro alargado de huesos nobles, el cabello corto y ese bronceado un poco terroso de quienes han estado siempre al sol. Gregory se sintió atraído por su agilidad de animal sano; esperó que terminara el partido y se plantó a la salida a esperarla. No sabía qué decirle y cuando ella pasó por su lado con la raqueta al hombro y la piel brillante de sudor, todavía no se le ocurría ninguna frase memorable y se quedó mudo. La siguió a cierta distancia y la vio entrar a un ostentoso coche deportivo. Esa noche se lo contó a Timothy Duane en un tono de estudiada indiferencia. — No serás tan cretino de enamorarte, Greg. — Claro que no. Me gusta, nada más. — ¿No vive en el dormitorio? — No creo, nunca la he visto allí. — Mala suerte. Por una vez te habría servido la llave… — No parece estudiante, tiene un convertible rojo. — Debe ser la mujer de algún magnate… — No creo que sea casada. — Entonces es puta.

— ¿Dónde has visto que las putas jueguen tenis, Tim? Trabajan de noche y duermen de día. No sé cómo hablarle a una muchacha como ésta.. es muy diferente a las de mi medio. — No le hables. Juega tenis con ella. — Jamás he tenido una raqueta en las manos. — ¡No puedo creerlo! ¿Qué has hecho toda tu vida? — Trabajar.

— ¿Qué diablos sabes hacer, Greg? — Bailar.

— Entonces invítala a bailar.

— No me atrevo.

— ¿Quieres que yo le hable? — ¡Ni te acerques! — exclamó Gregory, poco dispuesto a competir con su amigo ante los ojos de nadie y menos los de esa mujer.

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Сергій
Сергій 25.01.2024 - 17:17
"Убийство миссис Спэнлоу" от Агаты Кристи – это великолепный детектив, который завораживает с первой страницы и держит в напряжении до последнего момента. Кристи, как всегда, мастерски строит