El plan infinito - Isabel Allende
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Segunda Parte
Tanto se repitió de boca en boca el duelo del tren, adornado hasta alcanzar proporciones fantásticas, que Gregory Reeves pasó a ser un héroe entre sus compañeros. Algo fundamental cambió en su carácter entonces, creció de golpe y perdió esa especie de candor angélico, causante de tantos sinsabores y palizas, adquirió seguridad y por primera vez en años se sintió bien en su piel, ya no deseaba ser moreno como los demás del barrio, empezaba a evaluar las ventajas de no serlo. En la escuela secundaria había cerca de cuatro mil alumnos provenientes de diferentes sectores de la ciudad, casi todos blancos de clase media. Las muchachas usaban el pelo recogido en cola de caballo, no decían malas palabras ni se pintaban las uñas, frecuentaban la iglesia y algunas ya tenían aire de inamovibles matronas, como sus madres. No perdían ocasión de besarse con el novio de turno en la última fila del cine o en el asiento trasero de un coche, pero no lo comentaban. Ellas soñaban con un diamante en el anular y entretanto los muchachos aprovechaban su libertad mientras pudieran, antes de que el rayo fulminante del amor los domesticara. Vivían su última oportunidad de relajo, de juegos y deportes bruscos, de aturdirse de alcohol y velocidad, un período de travesuras viriles, algunas inocuas como robarse el busto de Lincoln de la oficina del rector, y otras no tanto, como atrapar a un negro, un mexicano o un homosexual para embadurnarlo de excremento. Se burlaban del romanticismo, pero lo utilizaban para conseguir pareja. Entre ellos hablaban de sexo sin parar, pero muy pocos tenían ocasión de practicarlo. Por pudor Gregory Reeves nunca mencionó a Olga entre sus amigos. En la escuela se sentía a sus anchas, ya no estaba segregado por su color, nadie conocía su casa ni su familia, se ignoraba que su madre recibía un cheque de la Beneficencia Social. Era de los más pobres, pero siempre tenía algo de dinero en el bolsillo porque trabajaba, podía invitar a una chica al cine, no le faltaba para una ronda de cervezas o una apuesta y en el último año la bonanza le alcanzó para un automóvil bastante machucado, pero con un buen motor. La escasez sólo se percibía en los pantalones brillosos, las camisas gastadas y la falta de tiempo libre. Parecía mayor, era delgado, ágil y tan fuerte como lo había sido su padre, se creía guapo y actuaba como si lo fuera. En los años siguientes sacó provecho a la leyenda de Martínez y su conocimiento de las dos culturas en las cuales había crecido. Las extravagancias intelectuales de su familia y su amistad con el ascensorista de la biblioteca le desarrollaron la curiosidad; en un lugar donde los hombres apenas leían la página deportiva de los periódicos y las mujeres preferían los chismes de artistas de Hollywood, él había leído por orden alfabético a los más notables pensadores desde Aristóteles hasta Zoroastro. Tenía una visión del mundo deformada, pero en cualquier caso más amplia que la de los demás estudiantes y de varios profesores. Cada nueva idea lo deslumbraba, creía haber descubierto algo único y sentía el deber de revelarlo al resto de la humanidad, pero pronto se dio cuenta de que la exhibición de conocimientos caía como una patada de mula entre sus compañeros. Con ellos se cuidaba, pero ante las muchachas no podía evitar la tentación de lucirse como un funámbulo de la palabra. Las infatigables discusiones con Cyrus le enseñaron a defender sus ideas con pasión, su maestro le desbarataba todo intento de marearlo a punta de elocuencia, más fundamento y menos retórica, hijo, le decía, pero Gregory comprobó que sus trucos de orador funcionaban bien con otras personas. Sabía colocarse siempre a la cabeza del grupo, los otros se acostumbraron a abrirle paso y como la modestia no era una de sus virtudes, naturalmente se imaginó lanzado en una carrera política. — No es mala idea. De aquí a unos años el socialismo habrá triunfado en el mundo y podrás ser el primer senador comunista de este país — lo entusiasmaba Cyrus en cuchicheos secretos en la bodega de la biblioteca, donde por años había intentado, sin grandes resultados, sembrar en la mente de su discípulo su encendida pasión por Marx y Lenin. A Reeves esas teorías le resultaban incuestionables desde el punto de vista de la justicia y la lógica, pero intuía que no tenían la menor posibilidad de triunfar, por lo menos en su mitad del planeta. Por otra parte, la idea de hacer fortuna le parecía más seductora que la de compartir la pobreza por igual, pero jamás se habría atrevido a confesar tan mezquinos pensamientos.
— No estoy seguro de que quiero ser comunista–se defendía con prudencia.
— ¿Y qué vas a ser entonces, hijo? — Demócrata, por ejemplo…
— No hay ninguna diferencia entre demócratas y republicanos ¿cuántas veces tengo que explicártelo? En fin, si quieres llegar al Senado debes empezar ahora mismo. Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente. Tienes que ser presidente de los estudiantes. — Estás loco, Cyrus, soy el más pobre de la clase y hablo inglés como un chicano. ¿Quién votaría por mí? No soy ni gringo ni latino, no represento a nadie.
— Por eso mismo puedes representarlos a todos–y el viejo le prestó El Príncipe, y otras obras de Nicolás Maquiavelo para que aprendiera sobre la naturaleza humana. A las tres semanas de lectura superficial Gregory Reeves regresó bastante confundido.
— Esto no me sirve de nada, Cyrus. ¿Qué relación hay entre los italianos del siglo XV y los atorrantes de mí escuela? — ¿Es todo lo que me puedes decir de Maquiavelo? No has entendido nada, eres un ignorante. No mereces ser secretario de un preescolar, mucho menos presidente de los alumnos de la secundaria. El muchacho volvió a meter la nariz en los libracos, esta vez con mayor dedicación, y poco a poco el rayo iluminador del estadista florentino atravesó cinco siglos de historia, la distancia de medio mundo, las barreras culturales y las brumas de un cerebro juvenil para revelarle el arte del poder. Tomó notas en un cuaderno que tituló modestamente Yo Presidente» y que resultó profético, porque gracias a las estrategias de Maquiavelo, a los consejos de su maestro y a las manipulaciones de^ inspiración propia logró ser elegido por una abrumadora mayoría. Ése fue el primer año sin problemas raciales en la escuela, porque alumnos y profesores trabajaron al unísono, convencidos por Reeves de que navegaban en el mismo bote y a nadie le convenía remar en direcciones contrarias. También organizó el primer baile en calcetines, ante el escándalo de la Junta Directiva, que lo consideró el paso definitivo hacia una orgía romana, pero nada pecaminoso ocurrió, fue una fiesta inocente donde sólo los zapatos se quitaron los participantes. El nuevo presidente estaba decidido a dejar un recuerdo imborrable en los anales de la institución y a iniciarse en el camino hacia la Casa Blanca, pero la tarea resultó más ardua de lo calculado. Además de las responsabilidades del cargo ayudaba en la cocina de una taquería hasta muy entrada la noche, los fines de semana reparaba cauchos en el garaje de Pedro Morales y los veranos partía de bracero a recoger fruta en los campos. Su existencia transcurría tan ocupada que se salvó del alcohol, las drogas, las apuestas en el juego y las competencias de velocidad en las que varios de sus amigos dejaron buena parte de su inocencia, cuando no la salud y hasta la vida.
Las muchachas se convirtieron en su idea fija, manifestada a veces como un aturdimiento feliz capaz de hacerlo olvidar hasta su propio nombre, pero en general era sólo un martirio de sopa caliente en las venas y de obscenidades comunes en la mente. Con delicadeza, porque le tenía mucho cariño, pero con determinación irrevocable, Olga lo desterró de su cama con el pretexto de que ya era hora de buscar otros consuelos. Se sentía muy vieja para esos trotes, dijo, pero en realidad se había enamorado de un camionero, diez años más joven que ella, quien solía visitarla entre viaje y viaje. Esa matrona de indómito espíritu acabó zurciéndole las calcetas y aguantándole las mañas durante varios años a un amante de mala catadura, hasta que en una de sus travesías el hombre se desvió del camino para seguir a otro amor y nunca más regresó. Por otra parte, los encuentros entre Olga y Gregory habían perdido el atractivo de la novedad y el encanto de lo inconfesable, habían degenerado en una discreta gimnasia entre una abuela y su nieto. Olga fue reemplazada por Ernestina Pereda, compañera de Gregory en la primaria que ahora trabajaba en un restaurante. Con ella imaginaba el amor, ilusión que se disipaba a los pocos minutos, dejándole un sabor de culpa. Posiblemente era el único amante de Ernestina con tales escrúpulos, pero para derrotarlos habría tenido que traicionar su naturaleza romántica y los principios de caballerosidad aprendidos de su madre y de sus lecturas, no deseaba aprovecharse de ella, como tantos otros, pero tampoco era capaz de mentirle amor. Aún no se perfilaban en el horizonte los cambios en las costumbres que convertirían el sexo en un saludable ejercicio sin riesgo de embarazo ni obstáculo de culpa. Ernestina Pereda era uno de esos seres destinados a explorar el abismo de los sentidos, pero le tocó nacer quince años demasiado pronto cuando las mujeres debían escoger entre la decencia y el placer y ella no tenía valor para renunciar a ninguno de los dos. Desde que podía acordarse vivió deslumbrada por las posibilidades de su cuerpo, a los siete años había convertido el baño de la escuela en su primer laboratorio y a sus compañeros en conejillos de indias, con los que investigó, hizo experimentos y llegó a sorprendentes conclusiones. Gregory no escapó a semejante afán científico. los dos se escabullían a la sórdida intimidad del baño para explorarse con la me jor buena voluntad, juego que habría continuado indefinidamente si la brutalidad de Martínez y su banda no lo hubiera cortado en seco. En un recreo se treparon en un cajón para espiarlos, los descubrieron jugando al doctor y armaron tal escándalo de burlas, que Gregory cayó enfermo de vergüenza por una semana y no volvió a intentar esas diversiones hasta que Olga lo rescató de su turbación. Para entonces Ernestina Pereda había tenido innumerables experiencias, no quedaba muchacho en el barrio que no hiciera alarde de conocerla, algunos con justificada razón, pero muchos por simple fanfarronada. Gregory procuraba no pensar en tal promiscuidad, sus encuentros carecían de artificios sentimentales, pero siempre contaron con una elemental cortesía. El amor se le presentaba a cada rato en forma de pasiones efímeras por algunas chicas de los alrededores, con quienes no podía practicar las piruetas de perdición del repertorio de Olga ni los caracoleos frenéticos de Ernestina Pereda. No tenía dificultad en conseguir mujeres, pero nunca se sentía suficientemente amado, el afecto que recibía era apenas un reflejo deslucido de la pasión total en que se consumía. Le gustaban delgadas y altas, pero cedía sin oponer mayor resistencia ante cualquier tentación del sexo opuesto, aunque fuera más bien rechoncha, como era el caso de las latinas del barrio. Sólo a Carmen descartaba como inspiración de sus desva–ríos eróticos, a ella la consideraba su compinche y sus atributos femeninos no alteraban en nada su prístina camaradería. Sin embargo eran de temperamentos diferentes y poco a poco se había creado un abismo intelectual entre ambos. Con ella compartía confidencias, bailes y cine, pero resultaba inútil comentarle sus lecturas o las inquietudes sociales y metafisicas sembradas en su corazón por Cyrus. Cuando excursionaba por esos senderos su amiga no se daba el trabajo de halagarlo con fingido interés, lo congelaba con una mirada de hielo y le ordenaba dejarse de pendejadas. Con otras mujeres no tenía mejor acogida, las atraía al comienzo por su prestigio de salvaje y de buen bailarín, pero pronto se cansaban de sus apremios y partían comentando que era un pedante lleno de aires, incapaz de tener las manos quietas, cuidado con aceptarle un paseo a solas en su cacharro, primero te aburre con una jerigonza de candidato y luego intenta sacarte el sostén, pero aun así a Reeves no le faltaban aventuras amorosas. Juan José Morales opinaba que no valía la pena intentar comprender a las mujeres, eran objetos de lujuria y perdición, como aseguraban el cancionero latino y el Padre Larraguibel cuando se inflamaba de celo católico. Para los machos del barrio había sólo dos clases de mujeres, unas como Ernestina Pereda y otras intocables destinadas a la maternidad y el hogar, pero de nin guna había que enamorarse, eso convierte al hombre en esclavo, cuando no en cornudo. Gregory jamás se conformó con esas premisas y en los treinta años siguientes persiguió sin tregua la quimera del amor perfecto, tropezando incontables veces, cayendo y volviendo a levantarse, en una interminable carrera de obstáculos, hasta que renunció a la búsqueda y aprendió a vivir en soledad. Y entonces, por una de esas irónicas sorpresas de la existencia, encontró el amor cuando ya no pensaba hallarlo. Pero ésa es otra historia. Las aspiraciones senatoriales de Gregory Reeves terminaron abruptamente al día siguiente de su graduación de la secundaria, cuando Judy le preguntó qué pensaba hacer con su destino porque ya era hora de salir de la casa de su madre, donde los tres vivían bastante incómodos.
— Hace tiempo que deberías vivir en otro lado, aquí no cabemos, estamos muy incómodos.
— Está bien, buscaré dónde irme–replicó Gregory con una mezcla de tristeza por esa brusca manera de ser expulsado de la familia y de alivio por salir de un hogar donde nunca se sintió querido. — Debemos arreglarle los dientes a mamá, no podemos postergarlo más.
— ¿Hay algo ahorrado?
— No alcanza. Faltan trescientos dólares. Y además le prometimos un televisor para Navidad.
Judy había pasado por una adolescencia infeliz y se había convertido en una mujer devastada por una indignación sorda. Su rostro todavía era de una belleza sorprendente y su cabello, aunque cortado a tijeretazos, tenía el mismo color oro blanco de la primera infancia. Perniciosas capas de grasa se le habían asentado en el esqueleto, pero no la deformaban del todo porque aún era muy joven; a pesar de la obesidad se adivinaban las formas originales de su cuerpo y en las escasas ocasiones en que dejaba de detestarse a sí misma y se reía, recuperaba su encanto. Había tenido algunos amores con hombres blancos que encontraba en su trabajo o en otros barrios, sus vecinos hispanos habían abandonado hacia mucho tiempo la cacería, convencidos de que era una presa inalcanzable. Ella se encargaba de espantar a los esforzados pretendientes con sus arrebatos de altanería o sus largos silencios.
— Esta pobre niña nunca se casará, está visto que odia a los hombres–diagnosticó Olga.
— Mientras no adelgace está fregada–apuntó Gregory.
— El peso no tiene nada que ver, Gregory. No se quedará solterona por gorda, sino porque tiene ganas de serlo, de pura rabia.
Por una vez a Olga le falló la clarividencia. A pesar de su aspecto, Judy se casó tres veces y tuvo incontables enamorados, algunos de los cuales perdieron la paz del alma persiguiendo un amor que ella no pudo o no quiso dar. Tuvo varios hijos de diferentes maridos y adoptó otras criaturas, a quienes crió con cariño. Esa ternura natural, que marcó los primeros años de la vida de Gregory y que intentó muchas veces recuperar a lo largo de la tormentosa relación con su hermana, permaneció congelada en el alma de Judy hasta que pudo encauzarla hacia los afanes de la maternidad. Los hijos propios y ajenos la ayudaron a superar la parálisis emocional de su juventud y a sobrellevar con fortaleza el trágico secreto oculto en su pasado. En esa época había abandonado la escuela y trabajaba en una fábrica de ropa, la situación de la familia era precaria, sus aportes y los de Gregory no alcanzaban. Después de un año limpiando casas en sus horas libres, con las manos despellejadas y la certidumbre de que por ese camino no llegaría a ninguna parte, decidió emplearse a tiempo completo como obrera. Junto a otras mujeres mal pagadas y mal tratadas cosía en un sucucho oscuro y sin ventilación, donde paseaban orondas las cucarachas. En ese oficio las leyes se violaban con impunidad y las trabajadoras eran explotadas por patrones sin escrúpulos. Regresaba a casa con paquetes de telas y pasaba buena parte de la noche ante la máquina de coser de su madre. Le pagaban las horas extras al mismo precio de las normales, pero necesitaba el dinero y ante el menor reclamo la ponían en la puerta sin más trámites: había muchos desesperados esperando turno. Por su parte Gregory también estaba habituado al trabajo y había contribuido al presupuesto de la casa desde los siete años. Con sus ahorros hizo algunos cambios, cambió la antigua nevera por una moderna, la cocina a queroseno por una de gas y el gramófono por un tocadiscos eléctrico para que su madre escuchara su música favorita. No lo asustaba la idea de vivir solo. Su amigo Cyrus y Olga procuraron convencerlo de que en vez de emplearse para sobrevivir buscara la forma de pagarse la universidad, pero esa alternativa no se planteaba entre los muchachos de su medio, sobre sus cabezas había un techo invisible que los mantenía mirando el suelo. Al terminar la escuela Gregory se encontró de golpe limitado otra vez por el chato horizonte del barrio. Durante once años había hecho lo posible por ser aceptado como uno más del vecindario y a pesar de su color casi lo consigue. Aunque no pudo ponerlo en palabras, tal vez la verdadera razón para convertirse en obrero fue su deseo de pertenecer al ambiente donde le tocó crecer, la idea de elevarse por encima de los demás a través del estudio le pareció una traición. En los años fe lices de la secundaria tuvo la breve ilusión de escapar a su suerte, pero en el fondo había asumido su condición de marginal y a la hora de enfrentarse al futuro lo aplastó el peso de la realidad. Alquiló un cuarto y allí se instaló con sus pocas pertenencias en cajas, los libros prestados por Cyrus y con Oliver por única compañía. El perro estaba muy viejo y medio ciego, había perdido varios dientes y buena parte del pelo y apenas podía con su pesado esqueleto de bestia bastarda; pero seguía siendo un amigo discreto y fiel. Pocas semanas trabajando como lomo mojado le bastaron a Reeves para comprender que el sueño americano no alcanzaba para todos. Cuando regresaba a su cuarto en la noche y se echaba extenuado sobre la cama a mirar el techo, sacaba la cuenta de su desesperanza y se sentía preso en un cepo. Pasó el verano en una empresa de transporte donde debía echarse bultos pesados a la espalda, le salieron músculos donde no sabía que los hubiera y estaba adquiriendo la tosca catadura de un gladiador, cuando un accidente lo obligó a cambiar de rumbo. Subían entre dos un refrigerador sostenido por cinchas que cada uno llevaba al hombro, hacía un calor sofocante, el hueco de la escalera era estrecho y en cada peldaño el peso descansaba por completo en un lado del cuerpo. De pronto, en la pierna derecha sintió una ardiente descarga eléctrica, tuvo que echar mano de toda su voluntad para no soltar la carga, que hubiera aplastado a su compañero. Se le escapó un bramido seguido por una retahíla de maldiciones y cuando pudo asentar el refrigerador y mirarse vio un árbol morado de grueso tronco y ramificaciones, se le habían reventado las venas y en pocos minutos se le deformó la pierna. Fue a dar al hospital, donde después de examinarlo le aconsejaron reposo absoluto y le advirtieron que las venas dañadas tomarían el aspecto de várices, sólo la cirugía podría eliminarlas. Su empleador le pagó una semana y Reeves pasó la convalecencia en su cuarto, sudando bajo el ventilador, con el consuelo de la lealtad de Oliver, algunos masajes terapéuticos de Olga y los platos criollos preparados por Inmaculada Morales. Los libros de Cyrus, la música clásica y las visitas de algunos amigos fueron su entretención. Carmen aparecía por su cuarto muy seguido y le contaba con detalle las películas en cartelera; tenía el don de narrar y al oírla le parecía encontrarse frente a la pantalla. Juan José Morales, quien también había cumplido dieciocho años, pasó a despedirse antes de enrolarse en las Fuerzas Armadas y le dejó de recuerdo su álbum de fotografías de mujeres desnudas, que prefirió no examinar para evitar mayores suplicios, bastante tenía con la canícula, la inmovilidad y el fastidio. Cyrus iba a verlo a diario y le comentaba las noticias en un tono sepulcral, la humanidad estaba al borde de una catástrofe, la guerra fría ponía en peligro al planeta, existían demasiadas bombas atómicas listas para ser activadas y demasiados generales arrogantes dispuestos a hacerlo; en cualquier momento alguien apretaría el botón fatídico, reventaría el mundo en una hoguera final y todo se iría definitivamente al carajo. — Se ha perdido la ética, vivimos en un mundo de valores mezquinos, de placeres sin alegría y de acciones sin sentido. — ¡Vaya, Cyrus! ¿No me has prevenido muchas veces contra el pesimismo burgués? — replicaba burlón su discípulo. Su madre se materializaba de pronto, discreta y tenue. Le llevaba unas galletas y un hueso para Oliver, se sentaba junto a la puerta en el borde de la silla y conversaba con la mayor formalidad de los mismos temas de siempre: historia, recuerdos del padre, música. Cada día parecía más etérea y borrosa. Los sábados escuchaban juntos el programa de ópera de la radio y Nora, conmovida hasta las lágrimas, comentaba que esas eran voces de seres sobrenaturales, los humanos no podían alcanzar tal perfección. Con sus habituales buenas maneras miraba de lejos el montón de libros junto a la cama y preguntaba cortésmente qué estaba leyendo. — Filosofía, mamá.