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El plan infinito - Isabel Allende

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Uno pierde la fe aquí, pero se pone supersticioso y empieza a ver signos fatídicos por todas partes: los martes son de mala suerte, hace justo siete días que no pasa nada, es la calma antes de la tormenta; los aviones siempre caen de a tres y hoy ya cayeron dos… Vivirás hasta viejo, Greg, tendrás tiempo de cometer muchos errores, de arrepentirte de algunos y de sufrir como un condenado, no será una vida fácil, pero te garantizo que será larga, así está escrito en las líneas de tu mano y en los naipes del Tarot, me juró Olga, pero puede haberlo inventado, ella no sabe nada, es una charlatana peor que mi padre, peor que todos los adivinos y vendedores de amuletos de este condenado país. A Juan José Morales le dijo lo mismo y se lo creyó, hay que ver qué pendejo eras, mano. Estaba seguro de su buena suerte, por lo mismo no se cuidaba, su confianza era tan contagiosa que dos tipos de su pelotón hacían lo posible por no despegarse de su lado, convencidos de que junto a él estaban a salvo. Ahora ninguno de los tres puede ir donde Olga a reclamarle nada.

La jungla está llena de rumores, de chillidos de animales, de patas, de roces, de murmullos, en cambio el bosque es silencioso, un silencio opaco. Supongo que desde el aire todo parece purificado por el fuego, limpio, pero abajo es el infierno. Con el tiempo uno se acostumbra: la peor perversión, lo más obsceno de la guerra, es que a uno le parece normal. Al principio estuve ofuscado, después eufórico, pero siempre con la conciencia dormida. Ahora, en la aldea, volví a pensar. En la batalla no hay que pensar, uno se transforma en una máquina de estropicio y muerte. Nadie quiere a los tipos educados, críticos, con conciencia, sólo sirven los machos reventados de testos–terona, los negros analfabetos, los bandidos latinos, los criminales que sacan de las prisiones para traerlos, los tipos como yo son un lastre. Después de cada misión, me palpitan los músculos, no puedo controlar las manos, tengo los dientes apretados y un tic en la cara, es como una sonrisa demente, muchos la tienen igual, después se pasa, dicen. En estos meses me he acostumbrado a los huesos empapados, los pies en carne viva dentro de las botas, los dedos agarrotados en el arma, esa sensación constante de estar rodeado de sombras, de esperar el tiro de gracia que vendrá en cualquier instante de cualquier lado, contando los pasos que faltan para alcanzar aquel arbusto, los minutos para llegar al río, las horas para cumplir este turno, los días para completar mi tiempo y regresar a casa. Contando los segundos de vida y sacando la cuenta que con mucha suerte la próxima ráfaga de metralla matará a un compañero, no a mí. Y preguntándome qué mierda hago aquí, sin querer admitir ni en lo más profundo de lo profundo la extraña fascinación de la violencia, este vértigo de la guerra.

Aquella madrugada en la montaña cuando empezó a aclarar, vimos que sólo nueve quedábamos vivos, los muertos y los heridos no se podían contar. Habíamos peleado toda la noche. Con la primera luz de la mañana llegaron los bombarderos y rociaron las laderas, obligando a los guerrilleros a retirarse, y después aterrizaron los helicópteros. El ruido de los motores fue música para mí, los latidos del corazón de mi madre cuando aún no nacía, tic–tac–tic–tac, vida. Oremos, dice el capellán metodista y los otros cantan Aleluya mientras yo canto Oh, Susana; confiésate, hijo, me dice el capellán católico y yo le digo que se vaya a confesar a la chingada madre que lo parió, pero luego me arrepiento, no vaya a ser que me caiga un rayo, como decía el Padre Larraguibel, y me pille en pecado mortal. No temas, Dios está contigo. En el sermón del domingo leyeron la historia de Job. Agobiado por las desgracias con que lo prueba el Señor, Job dice «lo que temo, eso me llega, lo que me atemoriza, eso me coge, no tengo descanso; se ha adueñado de mí la turbación». No pienses cosas feas, mano, porque ocurren, no hay que llamar a la mala muerte con el pensamiento, me aconsejaba Juan José Morales, siempre riéndose. Buena Estrella, lo llamaban a Juan José, Buena Estrella Morales.

Y el humo, claro. Tengo la mente en brumas. Humo de tabaco, de yerba, de haschich y de cuanta porquería fumo, neblina de los amaneceres fríos en las montañas y del vapor quemante de los valles al mediodía, polución de los motores y polvo, humareda fétida de napalm, de fósforo, de los incontables explosivos y del incendio sin principio ni fin que está convirtiendo este país en un desierto cruzado de negras cicatrices. Toda clase de humo de todos colores. Desde arriba deben parecer nubes y a veces lo son, aquí abajo es parte del miedo. No podemos detenemos ni un instante, nadie puede, si nos movemos tenemos la ilusión de burlar a la muerte, corremos como ratas envenenadas. El enemigo, en cambio, está quieto, no malgasta angustia, espera calladamente, tiene varias generaciones de entrenamiento para el dolor, imposible descifrar la expresión inmutable de esas caras. Estos cabrones no sienten nada, son como sapos de laboratorio, me dijo un Marine que se especializa en arrancar confesiones. Nosotros nos movilizarnos enloquecidos por vivir y en el camino nos encontramos cara a cara con la muerte. Ellos se arrastran silenciosos en sus túneles, se mimetizan con el follaje, desaparecen en un instante, tienen ojos para ver de noche. Nunca estamos a salvo. Saca la cuenta, me dijo Juan José Morales, ¿cuántos hombres han venido a esta chingadera y cuántas son las bajas? El porcentaje es insignificante, mano, vamos a salir enteros, no te preocupes. Supongo que tenía razón y la mayoría de nosotros vivirá para contarlo, pero aquí sólo pensamos en los muertos y en las historias atroces de los sobrevivientes. Sí, muchos salen ilesos en apariencia, pero ninguno vuelve a ser el de antes, quedamos marcados para siempre, pero a quién le importa, de cualquier modo somos basura, ésta es una guerra de negros y de blancos pobres, muchachos del campo, de los pueblos pequeños, de los barrios más míseros, los señoritos no están en las primeras filas, sus padres se las arreglan para mantenerlos en casa o sus tíos coroneles los mandan a terreno seguro. Mi madre sostiene que la más grave perversidad es el racismo, Cyrus decía que es la injusticia de clases, los dos tienen razón, supongo, ni a la hora de ir a la guerra somos iguales. No se aceptan mexicanos ni perros, anunciaban no hace tanto en algunos restaurantes; sólo para blancos, estaba escrito en los baños públicos; aquí, en cambio, los de color son bienvenidos, muy bienvenidos, pero detrás de la aparente camaradería arde el rencor de raza, blancos con blancos, negros con negros, latinos con latinos, asiáticos con asiáticos, cada uno con su lenguaje, su música, sus ritos, sus supersticiones. En los campamentos los barrios tienen fronteras inviolables, yo no me atrevería a meterme en el de los negros sin ir invitado, igual que en el ghetto donde me crié, nada ha cambiado. Cada uno tiene su cuento pero yo no quiero oírlo, tampoco quiero amigos, no puedo darme el lujo de tomarle cariño a alguien y después verlo morir, como Juan José, o ese pobre chico de Kansas allá en la montaña, sólo deseo cumplir con mí trabajo, hacer mi tiempo y salir con vida. Rezo por una herida grave para que me devuelvan a casa, pero no tanto como para quedar inválido. Que al menos no me den en las bolas, decía en cada vuelo un piloto de helicóptero, un alegre mulato de Alabama que regresó a su pueblo cargado de medallas y en una silla de ruedas. Eso nunca me pasará a mí, lo de las medallas, decía yo, y me dieron una porque me volví loco, soy un héroe de guerra, tengo una pinche estrella de plata, no era mi intención hacer nada más allá del deber. siempre he dicho que es preferible vivir como un cobarde que morir como un tonto, pero por una de esas ironías ridículas ahora soy un chingado héroe. Primera lección del barrio: no hay mérito alguno en el heroísmo, sólo en la sobrevivencia. Ay, Juan José, ¿cómo no lo sabías si tú mismo me lo enseñaste cuando éramos un par de chavos moqui–llentos? Y ahora cómo les explico a tus padres y a tus hermanos, cómo diablos puedo mirar a la cara a tu madre y a Carmen, cómo les digo la verdad, tendré que mentirles, hermano, y seguiré mintiéndoles siempre porque no tengo cara para decirles que te pulverizaron medio cuerpo y que esas condecoraciones ganadas a punta de coraje, que seguro le habrán entregado a tu madre para colgar en la pared de la sala, son sólo estrellas de latón pintado y a la hora de morir gritando nada significan.

Conozco la violencia, es una fiera desquiciada, inútil razonar con ella, hay que tratar de engañarla. Envidio a los pilotos, arriba desapareces con más elegancia, te caes como una piedra o explotas en un millón de fragmentos, sin tiempo ni para rezar, como Martínez cuando lo cogió el tren, pachuco cabrón, ya ni siquiera lo odio, en cambio aquí abajo con la infantería te pueden despachar de mil maneras, ensartado en los palos afilados de una trampa, decapitado de un machetazo, reventado por una granada o una mina, partido en dos por una ráfaga de metralla, convertido en una antorcha, y eso sin contar todas las muertes ingeniosas en caso de caer prisionero. Cavar un hoyo en la tierra y esconderme allí hasta que esto termine, refugiarme en una madriguera, como hacía con Oliver cuando era chico. ¿Por qué no me tocó un trabajo de escritorio? hay muchos tipos que pasan la guerra debajo de un ventilador; si hubiera sido más astuto no estaría aquí, habría hecho el servicio cuando me salí de la secundaria, por ejemplo, en vez de partirme los huesos como el más bajo de los peones, en ese tiempo nadie hablaba de guerra todavía. Y ahora aquí estoy como un cretino, a una edad en que nadie viene a esta perdición, me siento como el abuelo de estos jodidos niños en uniforme de camuflaje. No me interesa terminar con los huesos carcomidos bajo una cruz del cementerio militar, uno más entre miles iguales, prefiero morir de viejo en los brazos de Carmen. Vaya, no había pensado en Carmen en mucho tiempo. ¿Por qué dije Carmen y no dije Samantha? ¿Por qué me vino este destello a la mente? En su última carta me anunció otro pretendiente, chino o japonés parece que dijo, no lo nombra ¿quién será esta vez? Tiene verdadero talento para escoger lo que menos le conviene, debe ser un comeflor harapiento y melenudo; también en Europa los hay por montones. En la última foto que me mandó, aparece de pie ante la catedral de Barcelona vestida de bailadora flamenca o algo por el estilo, no soy ningún puritano, pero me acordé de Pedro Morales y le escribí di–ciéndole que ya no tiene edad para esas chiquilladas, que se quite esos trapos y se ponga un sostén, en fin, qué me importa, es cosa suya, que se joda por tonta. Carmen… me gustaría oírte la voz, Carmen. Temo haberme desquiciado por completo, haber perdido la noción del bien y del mal, de la decencia. Me he acostumbrado tanto a la infamia que no puedo imaginar la realidad sin ella. Trato de recordar cómo se divierten los amigos, cómo se comparte un desayuno familiar, cómo se le habla a una mujer en una primera cita, pero todo eso se esfumó y creo que no volverá nunca más. El pasado es un torbellino de ráfagas borrosas, los concursos de baile con Carmen, mi madre en su sillón de mimbre escuchando la ópera, el duelo con Martínez que me convirtió en un pinche héroe de la escuela, carajo, hay que ver las tonterías que uno hace a esa edad, ninguna muchacha se me resistía y cuando compré el Buick me rogaban, yo era más pobre que ratón de sacristía, pero conseguí ese destartalado cacharro, al volante me sentía como un jeque y en el asiento de atrás cometí no sé cuántos desvaríos pecaminosos. No pasábamos de los manoseos, por supuesto, uno atacaba y la chica se defendía sin entusiasmo, no debía colaborar con su propia seducción aunque se muriera de ganas, unas calenturas que más parecían peleas de gatos y nos dejaban a ambos extenuados, acabar afuera, no sea cosa de embarazarla, si te acuestas con ella te tienes que casar, eres un caballero ¿no?, sólo Ernestina Pereda lo hacía con todos, bendita Ernestina Pereda, Dios te guarde santa Ernestina, a ti te gustaba a rabiar, pero después llorabas y había que jurarte guardar el secreto, un secreto a voces, todos lo sabíamos y nos aprovechábamos de tu ardor y tu generosidad, si no hubiera sido por ti se me habría emponzoñado la sangre de tantas obsesiones.

Aquí las mujeres son como niñas impúberes, diminutas, unos mon–toncitos de huesos, no tienen pechos ni vellos por ninguna parte y están siempre tristes, suscitan más compasión que ganas de acostarse, lo único abundantes el cabello largo, esas melenas lisas y oscuras con fulgores azules. Lo hice con una chica en un cuarto lleno de gente, la familia comía en un rincón y un niño lloraba dentro de una caja de suministros del ejército, nosotros en la cama, separados del resto por una cortina raída, ella me recitaba una retahíla de obscenidades en inglés aprendida de memoria, seguro hay un manual para porquerías, el Alto Mando piensa en cada detalle, si hay manuales para el uso de las letrinas, por qué no harían otro para entrenar prostitutas, mal que mal se trata de los buenos muchachos, el corazón de la patria, ¿no? Cállate, desgraciada, le rogué, pero no me entendió o no le dio la gana callarse y su familia hablaba al otro lado de la cortina y el bebé seguía llorando. Recordé de pronto algo que vi a los cinco años en un pueblo polvoriento del sur, dos hombres violando a una negrita, dos gigantes estrujando a una infeliz criatura tan flaca y tan pequeña como la que estaba conmigo, y me sentí como uno de ellos, enorme y satánico, y las ganas se me fueron, me desinflé por completo, no sé por qué me acordé en ese momento de algo ocurrido hace. más de veinte años al otro lado del planeta. Leo Galupi, ese bellaco encantador, me llevó a ver a la Abuela, una de las curiosidades de por aquí, una mujer inmemorial cruzada de arrugas que se arrastra bajo las mesas del bar ofreciendo sus servicios, es una maestra, dicen, después de pasar por sus mandíbulas de chimpancé uno se pone exigente: se le dan diez dólares y no hay que ocuparse de nada, ella se encarga de todo, después hasta te limpia y te sube el cierre, va por turnos agasajando a cada uno de los parroquianos, afanada bajo la mesa, mientras los demás siguen bebiendo y jugando naipes y contando chistes vulgares. Yo no pude, me venció la repugnancia o la lástima. La Abuela tiene el pelo casi blanco, una anciana nada venerable con bíceps de Charles Atlas y unos cuantos dientes afilados como serrucho, en cualquier momento hará lo que todos tememos, arrancarle a alguno el pito de un violen to tarascón, ese riesgo es parte del juego, cada cliente teme que justo cuando le toque a él la vieja se decida y zás! Aquí en la aldea he vuelto a sentirme como un hombre. Me invitan por tumos, un día en cada casa, cocinan para mí y la familia se instala a mi alrededor para verme comer, todos sonrientes, orgullosos de alimentarme aunque no alcance para ellos. Y yo he aprendido a aceptar lo que me ofrecen y agradecerlo sin exageraciones, para no ofenderlos. Nada más difícil que recibir con sencillez, ya no lo recordaba, desde los tiempos en casa de los Morales no me habían dado sin esperar algo a cambio, para mí ha sido una lección de cariño y de humildad, es imposible pasar por la vida sin deberle nada a nadie. A veces uno de los hombres me toma de la mano, como una novia, y también he aprendido a no retirar la mía. Al principio me avergonzaba, los hombres no se tocan, los hombres no lloran, los hombres no se conmueven, los hombres, los hombres… ¿Cuánto hacía que alguien me tocaba por pura simpatía, por amistad? No debo ablandarme, abrirme, confiar, si te descuidas, mueres.

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Сергій
Сергій 25.01.2024 - 17:17
"Убийство миссис Спэнлоу" от Агаты Кристи – это великолепный детектив, который завораживает с первой страницы и держит в напряжении до последнего момента. Кристи, как всегда, мастерски строит