El plan infinito - Isabel Allende
Шрифт:
Интервал:
Закладка:
Diez días después Carmen recibió de Gregory un giro bancario para un pasaje y una carta ofreciéndole ayuda y rogándole que regresara a los Estados Unidos. El regalo llegó al día siguiente de una escaramuza en la que de un manotazo el antropólogo le vació encima la olla con sopa caliente. Fue un accidente, reconocieron ambos, pero igual ella pasó dos días echándose leche y aceite de oliva en el pe cho. Apenas pudo ponerse la blusa fue a una agencia de viajes con la intención de volar a casa, pero mientras esperaba hojeando unos folletos turísticos recordó la furia de su padre y decidió que no tenía fuerzas para enfrentarlo. En un arranque de fantasía viró la brújula y compró un pasaje para Amsterdam.
Partió liviana, sin despedirse siquiera de su amante; tenía intención de dejarle una carta, pero en los afanes de hacer la maleta se le olvidó. En un bolso llevaba sus herramientas y materiales de trabajo y dos tarros de leche condensada para aliviar los sinsabores del camino.
Europa la deslumbró. La recorrió entera con una mochila a la espalda, ganándose la vida sin mayor dificultad, enseñaba inglés, vendía sus joyas cuando podía fabricarlas y si el hambre amenazaba siempre podía recurrir a Gregory para pedir ayuda. No dejó catedral, castillo ni museo sin visitar, hasta que saturada, prometió no volver a poner los pies en aquellos templos del turismo, preferible caminar por las calles disfrutando la vida. Un verano entró en Barcelona y al bajarse del tren la rodeó un grupo de gitanas gritonas que insistían en verle la suerte y venderle amuletos. Las observó deslumbrada y decidió que ése era el estilo que más le convenía, no sólo para su oficio de orfebre, sino también para vestirse. Más tarde descubrió la influencia morisca del sur de España y los colores del norte de África, que adoptó en una feliz mezcolanza. Se instaló en una pensión del barrio gótico sin un rayo de luz natural y una sonajera de cañerías gimiendo sin descanso, pero su pieza era amplia, de altos techos ar–tesonados y, contaba con una enorme mesa de trabajo. A los pocos días se había fabricado faldas de vuelos que recordaban los atuendos de Olga en sus años mozos y sus disfraces de los tiempos del mala–barismo en la plaza Pershing. No habría de quitarse esa clase de trapos nunca más, en los años siguientes los refinó hasta la perfección por el placer de usarlos, sin saber que en un futuro la harían célebre y rica.
Después de recorrer desde Oslo hasta Atenas con su equipaje a la espalda y casi sin dinero, consideró que bastaba de vagabunderías, había llegado la hora de sentar cabeza. Estaba convencida de que la única ocupación adecuada para ella era la joyería, pero en ese campo había una competencia despiadada. Para sobresalir no bastaban diseños originales; antes que nada debía descubrir los secretos del oficio. Barcelona era el lugar ideal para ello. Se inscribió en diversos cursos donde aprendió técnicas milenarias y poco a poco nació su estilo único, combinación de sólida artesanía antigua y un atrevido sello gitano con toques de África, Latinoamérica y también algo de la India, tan en boga en esa década. Fue siempre la alumna más original de la clase, sus creaciones se vendían tan rápido que no daba abasto con los pedidos.
Todo marchaba mejor de lo esperado hasta que se le atravesó un joven japonés, algo menor que ella y orfebre también. Carmen había logrado colocar sus joyas en tiendas de prestigio, en cambio él ofrecía las suyas con poco éxito en las ramplas, diferencia que lo humillaba. Para consolarlo ella volvió a vender en la calle con el pretexto de que allí se encontraba el alma de la ciudad.
Se instalaron juntos en la pensión crepuscular de Carmen. Rápidamente las diferencias culturales pesaron más que la atracción común, pero era tanta la necesidad de compañía que ella ignoró los síntomas. El japonés no renunció a sus costumbres ancestrales, pasaba primero y esperaba ser servido. Se remojaba por horas en la bañera caliente y luego se la cedía. Igual sucedía con la comida, la cama, las herramientas y los materiales de trabajo; en la calle caminaba adelante y ella debía seguirlo un par de pasos atrás. Sí había sol, el joven salía a vender y Carmen se quedaba trabajando en el cuarto oscuro, pero si amanecía lloviendo, a ella le tocaba pasar el día al aire libre, porque su amante sufría oportunos dolores reumáticos relacionados con la temperatura ambiental. Al comienzo tales rarezas le parecieron graciosas, cosas de orientales, se dijo con buen humor, pero después de soportarlas por un tiempo se le acabó la paciencia Y empezaron los desacuerdos.
El hombre jamás perdía su compostura y a las recriminaciones oponía un largo silencio glacial, ella sentía el vacío a su alrededor como un cerco oprimente, pero no se quejaba porque al menos éste se abstenía de darle bofetones o rociarla con sopa hirviendo. Al final cedía por no quedarse sola y porque su compañero la fascinaba, la atraían su largo pelo negro, su cuerpo pequeño todo músculos, su acento extraño y la precisión de sus movimientos. Se acercaba tímida, le ronroneaba un rato y por lo general lograba ablandarlo; se reconciliaban en la cama, donde él era un experto. Por inercia hubieran permanecido juntos, pero intervino un telegrama de Inmaculada anunciando la enfermedad de Pedro Morales y pidiendo a su hija que por amor a Dios volviera, porque era la única capaz de salvar a su padre, que se consumía de tristeza. Entonces supo cuánto amaba a ese viejo testarudo, cuánto deseaba hundir la cara en el regazo acogedor de su madre y volver a ser, aunque fuera por un instante, la niña mimada de antes. Pensando que el viaje sería sólo por un par de semanas, partió llevándose la ropa indispensable que metió apresuradamente en un bolso. El japonés la acompañó al aeropuerto, le deseó suerte y se despidió con una leve inclinación, nunca la tocaba en público.
De tanto ver la cara de la muerte aprendí el valor de la existencia. Lo único que tenemos es la vida y ninguna es más valiosa que otra. La de Juan José Morales no vale más que la de los hombres que maté, sin embargo los muertos no me pesan, andan conmigo siempre, son mis camaradas. O matas o mueres, así de simple, no es una cuestión moral para mí, las dudas y confusiones son de otra índole. Soy uno de los afortunados que salió ileso de la guerra. Cuando regresé, me fui del aeropuerto a un motel, no llamé a nadie. San Francisco estaba nublado y soplaba un viento de invierno, como siempre sucede en verano, y decidí esperar que saliera el sol para llamar a Samantha, no sé por qué se me ocurrió que el clima podía hacer más amable nuestro encuentro, la verdad es que nos separamos dispuestos a divorciarnos, no nos escribimos nunca, y el día que la llamé de Hawai fue evidente que no teníamos nada que decimos. Me sentía cansado, sin ánimo para discusiones y reproches, mucho menos para contarle a ella o a nadie mis experiencias de guerra. Quería ver a Margaret, por supuesto, pero tal vez mi hija no me reconocería, a esa edad los niños se olvidan en pocos días y ella no me veía desde hacía meses. Dejé mis cosas en la pieza y salí a buscar una cafetería, me hacía falta el buen café de San Francisco, es el mejor del mundo. Caminé por ese delirio urbano donde rara vez se ve el mar, líneas rectas que suben y bajan, trazadas de acuerdo con un diseño geométrico indiferente a la topografía de once cerros; busqué mis rincones conocidos, pero todo estaba desfigurado por la neblina. Me pareció un lugar extranjero, no identifiqué los edificios y empecé a dar vueltas desorientado en esa ciudad de contradicciones y fragancias, depravada como todos los puertos, y traviesa como una muchacha ligera de cascos.
No me explico el sello de elegancia de San Francisco, mal que mal fue fundada por una manga de aventureros afiebrados por el oro fácil. prostitutas y bandoleros. Un chino me rozó el brazo y salté como si me hubiera picado un alacrán, con los puños apretados, tanteando el arma que no llevaba. El hombre me sonrió, tenga un buen día, me dijo al alejarse, y me quedé paralizado, sintiendo las miradas ajenas, aunque en verdad nadie se fijaba en mí, mientras pasaban los tranvías con su anuncio de campanillazos, escolares, secretarias, los in–faltables turistas, trabajadores latinos, comerciantes asiáticos, hip–pies, prostitutas negras con pelucas platinadas, homosexuales de la mano, todos como actores de una película iluminados por una luz artificial, mientras yo permanecía a este lado de la pantalla, sin entender nada, totalmente marginado, a miles de años de distancia. Anduve por el barrio italiano, por Chinatown, por las calles de los marineros donde venden licor, drogas y pornografía–ovejas inflables era la última novedad–junto a medallas de San Cristóbal para protegerse de los azares de la navegación. Volví al motel, tomé varios somníferos y no supe de mí hasta veinte horas más tarde, cuando me despertó un sol radiante en la ventana. Cogí el teléfono para comunicarme con Samantha, pero no recordé el número de mi propia casa y después decidí esperar un poco, darme un par de días de soledad para componer un poco el cuerpo y el alma, necesitaba lavarme por dentro y por fuera de tantos pecados y recuerdos atroces. Me sentía contaminado, sucio, muerto de fatiga. Tampoco llamé a los Morales, habría tenido que ir de inmediato a Los Ángeles y me faltaba valor para tanto, no podía hablar todavía de Juan José, mirar a los ojos a Inmaculada y a Pedro y asegurarles que su hijo había muerto por la patria, como un héroe, confesado y sin dolor, casi sin darse cuenta, cuando en verdad se murió aullando y enterraron sólo la mitad de su cuerpo. No podía decirles que sus últimas palabras no fueron un mensaje para ellos, le apretó la mano al capellán y le dijo sujéteme, padre, que me estoy cayendo muy hondo. Nada es como en las películas, ni siquiera la muerte, no morimos limpiamente sino aterrorizados en un charco de sangre y mierda. En el cine nadie muere de verdad, en la guerra nadie vive de verdad. En Vietnam imaginaba que pronto encenderían las luces de la sala y saldría a la calle sin prisa a tomar un café y pronto todo se me habría olvidado. Ahora. cuando he aprendido a vivir con los estragos de la buena memoria, ya no juego a que la vida es como un cuento, la acepto con todo el dolor que trae.
Con mí hermana nos habíamos distanciado mucho; desde que nació Margaret dejamos de vernos, no quise llamarla y tampoco a mi madre, ¿de qué hubiéramos hablado? Se oponía a la guerra, consideraba más decente desertar que matar, toda forma de violencia es vergonzosa y perversa, acuérdate de Gandhi, me decía, no podemos apoyar una cultura de las armas, estamos en este mundo para celebrar la vida y promover la compasión y la justicia. Pobre vieja, desprendida de la realidad vagaba por los ámbitos del Plan Infinito detrás de mi padre, medio mal de la cabeza, pero con una lucidez incuestionable en sus divagaciones. Partí a Vietnam sin despedirme porque no quise herirla, para ella se trataba de un asunto de principios, nada tenía que ver con mi seguridad personal. Supongo que me quería a su manera. pero siempre hubo un abismo entre los dos. ¿Qué me habría aconsejado mi padre? Jamás me hubiera dicho que fuera a prisión o al exilio, me habría invitado a cazar y en el silencio helado del amanecer acechando a los patos me habría dado una palmada en el hombro y nos hubiéramos comprendido sin necesidad de palabras, como a veces nos entendemos entre hombres. Pasé los tres primeros días encerrado en el motel frente al televisor con varias cajas de cerveza y botellas de whisky; después me fui con un saco de dormir a la playa y pasé dos semanas mirando el mar, fumando yerba y charlando con el fantasma de Juan José. El agua estaba fría, pero igual nadaba hasta sentir la sangre congelada en las venas y el cerebro entumecido, sin recuerdos, en blanco. El mar de allá es tibio, sobre la arena hormigueaban los soldados; tres días de juegos, cerveza y rock para compensar meses de lucha.
Por dos semanas no hablé una frase completa con nadie, apenas lo suficiente para pedir una pizza o una hamburguesa, creo que en el fondo deseaba regresar a Vietnam porque al menos en el frente tenía camaradas y algo que hacer, aquí estaba sin amigos, solo, no pertenecía a ningún sitio. En la vida civil nadie hablaba el idioma de la guerra no existía un vocabulario para contar las experiencias del campo de batalla. pero de haberlo, de todos modos no había quien deseara escuchar mi historia, no hay interés en las malas noticias. Sólo entre ex combatientes podía sentirme en confianza y hablar de aquellas cosas que jamás le diría a un civil, ellos entenderían por qué uno se cierra al afecto y tiene miedo de acercarse, saben que es mucho más fácil el coraje físico que el emocional, porque también perdieron amigos tan queridos como hermanos y decidieron ahorrarse en el futuro ese dolor insoportable, es mejor no amar a nadie con mucha intensidad.
Sin darme cuenta empecé a rodar por ese abismo donde tantos se pierden, empecé a ver el lado glamoroso a la violencia, a pensar que nunca me sucedería nada tan apasionante, que tal vez el resto de mi existencia sería un desierto gris.
Creo haber descubierto el secreto que explica la permanencia de la guerra. Joan y Susan sostienen que es un invento de los machos viejos para eliminar a los jóvenes porque los odian, los temen, no desean compartir nada con ellos, mujeres, poder, o dinero, saben que tarde o temprano los despojarán, por eso los envían a la muerte, aunque sean sus propios hijos. Para los viejos hay una razón lógica, pero ¿por qué la hacen los jóvenes? ¿cómo en tantos milenios no se han rebelado contra esas masacres rituales? Tengo una respuesta. Hay algo más que el instinto primordial de combate y el vértigo de la sangre: placer. Lo descubrí en la montaña. No me atrevo a pronunciar esa palabra en alta voz, me traería mala suerte, pero la repito calladamente, placer, placer. El más intenso que se puede experimentar, mucho más que el del sexo, la sed saciada, el primer amor correspondido o la revelación divina, dicen quienes saben de eso. Esa noche en la montaña estuve a una fracción de segundo de la muerte. La bala pasó rozándome la mejilla y le dio en la mitad de la frente al soldado que estaba detrás de mi. El pánico me paralizó un instante, quedé suspendido en la fascinación de mi propio espanto, luego hubo un desgarro de la conciencia y empecé a disparar frenéticamente, gritando y maldiciendo, incapaz de detenerme o de razonar, mientras zumbaban las balas, ardían los fogonazos y explotaba el mundo en un fragor de cataclismo.
Me envolvió el calor, el humo y el tremendo vacío del oxígeno succionado en cada llamarada, no recuerdo cuánto tiempo duró todo eso ni lo que hice ni por qué lo hice, sólo recuerdo el milagro de encontrarme vivo, la descarga de adrenalina y el dolor en todo el cuerpo, un dolor sensual, un placer atroz, distinto a otros placeres conocidos, mucho más formidable que el más largo orgasmo, un placer que me invadió por completo, volviéndome la sangre de caramelo y los huesos de arena, sumiéndome finalmente en un vacío negro.
Llevaba casi dos semanas en el motel de la playa cuando desperté una noche gritando. En la pesadilla me encontraba solo en la montaña al amanecer, veía los cuerpos a mis pies y las sombras de los guerrilleros trepando hacia mí en la niebla. Se acercaban. Todo era muy lento y silencioso, una película muda. Disparaba mi arma, la sentía recular, me dolían las manos, veía los chispazos, pero no había un solo sonido. Las balas atravesaban a los enemigos sin detenerlos, los guerrilleros eran transparentes, como dibujados sobre un cristal, avanzaban inexorables, me rodeaban. Abría la boca para gritar, pero el horror me había invadido por dentro y no salía mi voz sino trozos de hielo. No pude volver a dormir, atorado con el ruido de mi propio corazón. Me levanté, tomé mi chaqueta y salí a caminar por la playa. Está bien, basta ya de lamentos, anuncié a las gaviotas al amanecer.