El plan infinito - Isabel Allende
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No pensar, lo más importante es no ponerse a cavilar, si uno imagina la muerte, sucede, es como una premonición, pero no puedo dejar de hacerlo, tengo la cabeza llena de visiones de muerte, de palabras de muerte. Quiero pensar en la vida…
A finales de febrero la compañía se encontraba en la cima de una montaña con órdenes de defender el lugar a cualquier costo. En la investigación posterior no quedó clara la razón por la cual los hombres debían resistir como lo hicieron, pero la burocracia y el tiempo se encargaron de tapar el asunto con un manto de olvido.
Aquí vamos a morir todos, le dijo temblando un muchacho de Kansas a Gregory Reeves. No era su bautizo de fuego, llevaba meses en el frente, pero tuvo la corazonada certera del final y calculó que apenas tuvo tiempo de tomarle el gusto a la vida, había cumplido veinte años hacía menos de una semana. No vas a morir, no hables de eso, lo sacudió Reeves. Los soldados aguardaron, cavando trincheras y amontonando sacos de tierra y piedras para formar una barricada, no tanto por la esperanza de protegerse, sino para distraer el miedo y mantenerse ocupados, pero de todos modos la espera se hizo eterna, tensos, angustiados, las armas empuñadas, consumiéndose de frío después de la puesta de sol y de calor en el día. El ataque se produjo de noche y desde el primer momento supieron que estaban ante un enemigo diez veces más numeroso y que no había escapatoria. Pocas horas después el campamento era un enclave desesperado donde un puñado de hombres aún se mantenía disparando, rodeados por los cuerpos de más de cien compañeros desparramados en las laderas. En el fulgor anaranjado de una explosión Gregory Reeves alcanzó a ver al soldado de Kansas que volaba por el aire al otro lado de la barricada y sin saber lo que hacía ni por qué, saltó por encima de los sacos y se arrastró hacia él en un infierno de fuego cruzado, de fulgurantes estallidos y de humareda irrespirable. Alcanzó a sostenerlo en sus brazos llamándolo por su nombre, no te preocupes, estoy aquí, no ha pasado nada, y sintió las manos aferradas a su ropa y su voz quebrada por los estertores de la agonía, y el olor del miedo, de la sangre y de la carne desgarrada, y en otro chispazo de otro estruendo le vio la muerte en los ojos y en el color de la piel y alcanzó a ver también que le faltaban las piernas, para abajo era un charco negruzco. No pasa nada, te llevaré al otro lado, en un rato vendrán los helicópteros y pronto estaremos tomando cerveza y celebrando, ánimo. No me dejes solo, por favor no me dejes solo, y Reeves sintió que a los dos los envolvían las tinieblas y quiso salvarlo de la desesperación, pero se le fue entre las manos como arena, se le desmigajó, se le hizo humo, y cuando tuvo el peso de la cabeza del hombre en su pecho y las manos lo soltaron y el último espasmo de sangre caliente le bañó el cuello, supo que algo se le había roto por dentro en un millón de fragmentos, un espejo pulverizado. Con cuidado colocó a su compañero en el suelo y enseguida lanzó su arma lejos. Entonces el sonido terrible de una inmensa campana, repicó dentro de él y un alarido metálico le salió de las entrañas y sacudió la noche y por un instante venció el fragor de los explosivos, congeló el tiempo y detuvo la marcha del mundo. Y siguió gritando y gritando hasta que no le quedó más aire ni más grito. Por fin se disipó el eco de la campana, pero el tiempo continuó alterado y a partir de ese instante hasta el amanecer todo sucedió en una sola imagen inmóvil e inmutable, una fotografía en blanco, negro y rojo en la^ cual los acontecimientos de la noche quedaron fijos para siempre. Él no está en ese sangriento mural. Se busca entre los cadáveres y los heridos, entre los sacos de tierra y en los surcos de las trincheras, pero no se encuentra. Ha desaparecido de su propia memoria. Uno de los hombres rescatados contó después que lo vio arrojar el arma y aullar de pie, con los dos brazos levantados, como si clamara por la próxima ráfaga de balas, y cuando vació ese largo bramido de los pulmones se volvió hacia él, que estaba a dos metros de distancia desangrándose sin dolor, lo cargó atravesado en su espalda y así caminó, sin cuidarse del fuego que zumbaba a su alrededor, en línea recta hacia la cumbre, donde cuatro manos se tendieron para recibir al herido. Gregory Reeves volvió atrás en busca de otro compañero caído y luego otro más y durante el resto de esa noche aciaga los transportó bajo la metralla cerrada, con la certeza de que mientras estuviera haciéndolo nada podía ocurrirle, era invulnerable. En su vida jamás había tenido antes y nunca tendría después esa sensación de poder absoluto. Al amanecer llegó ayuda. Los helicópteros se llevaron primero a los heridos, después a los nueve sobrevivientes y finalmente descargaron las bolsas de plástico para echar a los muertos. De los hombres que salvaron, ocho estaban extenuados de tensión y terror, temblando tanto en sus ropas ensopadas que no podían sostener el frasco en la mano para tomarse un trago de whisky, pero cuando los depositaron horas más tarde en la playa para que en tres días de diversión y relajo se recuperaran del horror, ya podían hablar de lo sucedido y contaron los detalles. Inmundos y excitados hasta la demencia, todos juntos, codo a codo, una familia de bandoleros desesperados, se abalanzaron como animales sobre las cervezas heladas y las hamburguesas calientes que no habían visto en meses, y cuando alguien quiso explicarles las normas armaron una camorra que por poco degenera en otra matanza. Cuando llegó la policía militar y les vieron las caras y supieron por lo que habían pasado, les quitaron las armas y los dejaron sueltos, a ver si un poco de agua salada y arena los devolvían al mundo de los vivos. El noveno sobreviviente, Gregory Reeves, fue el último en subir a un helicóptero, después de ayudar a los demás. Permaneció mudo y rígido en su asiento, con la vista fija al frente, surcos de profunda fatiga marcados en la cara, sin un rasguño y totalmente cubierto de sangre ajena. Tenía los nervios hechos añicos. No pudieron enviarlo a la playa, le pusieron una inyección y despertó dos días más tarde en un hospital de campaña, atado a la cama para que no se hiciera daño en el tumulto de las pesadillas. Le anunciaron que salvó la vida de once compañeros y por sus actos de extremo valor le habían otorgado una de las más altas condecoraciones. De acuerdo con los supersticiosos códigos de la guerra, los nueve sobrevivientes intactos de la masacre habían escamoteado el cuerpo a la muerte, pero ya estaban señalados. Juntos no tenían la menor posibilidad de escapar una segunda vez, pero separados tal vez podían continuar engañando al destino. Los enviaron a diferentes compañías, con el tácito acuerdo de que no se pondrían en contacto por un tiempo. Por otra parte, ninguno lo deseaba, a la euforia de haber sido rescatados siguió el terror de no poder explicarse por qué fueron los únicos afortunados entre más de cien hombres. Dos de los heridos se recuperaron en pocas semanas y Gregory Ree–ves se cruzó con ellos en un par de ocasiones. No le dirigieron la pa labra, fingieron no reconocerlo porque la deuda era demasiado grande, no podían pagarla y eso les creaba un sentimiento de vergüenza.
Habían pasado varios meses desde que Reeves puso los pies en Vietnam, cuando por fin sus superiores recordaron que hablaba la lengua nativa y el Servicio de Inteligencia lo envió a una aldea de las montañas, como enlace con las guerrillas aliadas. Su misión oficial era enseñar inglés en la escuela, pero ningún lugareño tenía la menor duda sobre la verdadera naturaleza de su trabajo, de modo que ni él mismo se dio la molestia de fingir. El primer día de clases llegó con su ametralladora en una mano y un maletín con libros en la otra, cruzó la sala sin mirar hacia los lados, depositó el portadocumentos sobre la mesa y se volvió hacia sus alumnos. Veinte hombres de diferentes edades, doblados en una profunda reverencia, lo saludaban. No se inclinaban ante él, sino ante el maestro, por el respeto ancestral de ese pueblo ante el conocimiento. Sintió un golpe de sangre en la cara, en ningún momento de la guerra había sentido tanta responsabilidad como entonces. Lentamente se quitó el arma del hombro y caminó hasta la pared, para colgarla de una percha, luego regresó al pizarrón y se inclinó a su vez para saludar a los alumnos, agradeciendo calladamente sus doce años de escuela y siete de universidad. El curso de inglés que en principio era sólo una pantalla para recopilar información, desde el primer día se convirtió en un deber apremiante para él, la única forma de retribuir en algo a los aldeanos lo mucho que de ellos recibía.
Se alojaba en una casa modesta, pero fresca y cómoda, que había pertenecido a un funcionario del gobierno francés, una de las pocas en varias millas a la redonda que disponía de una letrina al fondo del patio. Las carreras de gatos y ratones en el techo terminaron por resultarle tan familiares que cuando por momentos se callaban en la noche, despertaba sobresaltado. Disponía de mucho tiempo para preparar sus clases, en verdad había muy poco que hacer, la misión militar era cosa de broma, la guerrilla aliada resultó ser una sombra impredecible. Los esporádicos contactos eran surrealistas y sus informes terminaron por convertirse en ejercicios de adivinación. Se comunicaba diariamente por radio con su batallón, pero rara vez podía ofrecer novedades. Estaba en plena zona de combate, sin embargo a ratos la guerra daba la impresión de ser un cuento de otra parte. Caminaba entre las casas con sus techos de paja, pisando el barro y los excrementos de cerdo, saludando a cada uno por su nombre, ayudando a los campesinos a mover los pesados arados de madera tirados por búfalos para preparar los plantíos de arroz, a las mujeres que iban con su recua de niños a buscar agua en grandes cántaros, a los chiquillos a encumbrar cometas y hacer pelotas de trapo. En las noches vibraban los cantos de las madres meciendo a sus criaturas y las voces de los hombres en su idioma de trinos y murmullos. Esos sonidos marcaban el ritmo de las horas, eran la música del pueblo. También volvió a escuchar su propia música por primera vez en una eternidad, se instalaba con sus cintas de conciertos y durante algunas horas imaginaba que la guerra era sólo un mal sueño.
Le parecía haber nacido entre esa gente tolerante y dulce, capaz sin embargo de empuñar un arma y dejar la piel por defender su tierra. Al poco tiempo hablaba el idioma con fluidez, aunque con un acento áspero que provocaba alegres risotadas; pero nunca en la sala de clase. Aquellos que lo trataban con familiaridad cuando lo invitaban a comer, lo saludaban con zalemas en la escuela. Jugaba naipes con un grupo de hombres por las noches y la norma era lanzarse pullas en verdaderos duelos verbales de humor sarcástico, en los cuales llevaba todas las de perder, porque en lo que se demoraba en traducir el chiste los demás ya estaban en otra cosa. Debía ser cuidadoso en el trato, había un límite incierto entre las bromas habituales y un protocolo inviolable impuesto por el respeto y las buenas maneras. En apariencia se comportaban como iguales, pero había un complejo y sutil sistema de jerarquías, cada cual velaba por su honor con orgullosa determinación. Eran hospitalarios y amistosos, así como las puertas de las casas estaban siempre abiertas para Reeves, del mismo modo llegaban visitantes a la suya sin previo aviso y se quedaban horas y horas en amena charla. La habilidad para contar historias constituía el rasgo más apreciado, había entre ellos un anciano narrador capaz de arrastrar al auditorio por el cielo o el infierno, de conmover a los hombres más bravos con sus cuentos sentimentales, sus complicados relatos de doncellas en peligro y de hijos en desgracia. Cuando callaba todos quedaban en silencio por un largo momento y enseguida el mismo viejo lanzaba la primera risotada burlándose de sus oyentes, embaucados como niños por la magia de sus palabras.
Reeves se sentía rodeado de amigos, un miembro más de una vasta familia. Pronto dejó de percibirse a sí mismo como un gigante blanco, olvidó las diferencias de tamaño, cultura, raza, lengua y propósitos, y se abandonó al placer de ser como todos. Una noche se sorprendió mirando la bóveda negra del cielo y sonriendo ante la evidencia de que allí, en ese remoto villorrio asiático, era el único lugar donde se había sentido aceptado como parte de una comunidad en casi treinta años de vida.
Escribió a Timothy Duane pidiéndole una lista de materiales para sus clases porque sus textos eran infantiles y anticuados, y se puso en contacto con una escuela secundaria en San Francisco para que sus estudiantes intercambiaran cartas con los muchachos americanos. Sus alumnos contaron sus vidas en un par de páginas escritas en su laborioso inglés y semanas más tarde recibieron una bolsa con las respuestas de los Estados Unidos. Esa tarde hubo una fiesta para celebrar el acontecimiento. Entre otras cosas Timothy Duane mandó una máscara para ilustrar la tradición anual de Halloween, de goma con facciones de gorila, pelos verdes, dentadura de tiburón y unas orejas en punta que se movían como gelatina. Reeves se la colocó, se cubrió el cuerpo con una sábana y salió dando saltos por la calle con una antorcha encendida en cada mano sin imaginar el terrorífico efecto de su broma. Se armó un alboroto comparable al provocado por un ataque aéreo, mujeres y niños escaparon hacia la selva con una ensordecedora gritadera y los hombres que lograron sobreponerse al espanto se organizaron para atacar al monstruo a palos. El gorila debió correr por su vida, enredado en la sábana. mientras procuraba arrancarse el disfraz a tirones. Logró identificarse justo a tiempo, pero no antes de recibir unos cuantos piedrazos. La máscara se convirtió en el trofeo más apreciado por la gente, los curiosos hacían fila para admirarla de cerca y tocarla con un dedo vacilante. Reeves pensó darla de premio al mejor alumno de su curso, pero ante semejante estímulo muchos sacaron la nota máxima, de modo que optó por entregar aquel tesoro a la comunidad. El rostro de King Kong terminó en la Casa Municipal, junto a una bandera ensangrentada, un botiquín de primeros auxilios, una radio emisora y otras reliquias. En retribución le regalaron al maestro de inglés un pequeño dragón de madera, símbolo de prosperidad y buena suerte, que comparado con el monstruo de goma parecía un querubín.
La ilusoria tranquilidad de esos meses en el villorrio terminó para Reeves antes de lo previsto. Los primeros síntomas fueron similares a los de una disentería, culpó al agua contaminada y a las extrañas comidas, y se limitó a pedir un medicamento por radio. Le enviaron una caja con varios frascos y una hoja impresa con instrucciones. Empezó a hervir el agua, trató de rechazar las invitaciones sin ser ofensivo y se administró los remedios metódicamente. Por unos días se sintió mejor, pero luego regresó el malestar con mayor fuerza. Pensó que era la resaca del mal anterior y no se preocupó, dispuesto a matar el virus con indiferencia, no era cosa de lloriquear como una vieja, los hombres no se quejan, mano, pero empeoraba a ojos vista, bajó de peso, no podía con sus huesos, le costaba un esfuerzo descomunal levantarse de la cama y fijar la vista en las letras para preparar sus clases o revisar las tareas de sus alumnos. Se quedaba con la tiza en la mano, sin ánimo para mover el brazo, mirando la negra superficie del pizarrón con aire atontado, sin saber que significaban las patas de gallina escritas por él mismo ni qué era ese calor abrasante consumiéndolo por dentro. Is this pencil red? no, this pencil is blue, y no lograba recordar de cuál lápiz se trataba ni a quién le podía importar un cuerno que fuera rojo o azul. En menos de dos meses perdió dieciocho kilos y cuando alguien comentó que se estaba reduciendo de tamaño y poniéndose color de calabaza. replicó con una sonrisa débil que un buen espía debía mimetizarse en el ambiente. Para entonces ya nadie en el pueblo hacía misterio de sus mensajes en clave y él mismo se permitía chistes al respecto. La gente consideraba su presencia como una inevitable consecuencia de la guerra, no se trataba de algo personal, si no era Reeves, sería otro, no había escapatoria. De los incontables extranjeros que habían desfilado por allí, amigos o enemigos, ése era el único con el cual se sentían cómodos, le habían tomado cariño.