El plan infinito - Isabel Allende
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Reeves no hablaba jamás de su experiencia en Vietnam, en parte porque nadie quiso oírlo, pero sobre todo porque pensaba que el silencio lo curaría finalmente de sus recuerdos.
Había partido dispuesto a defender los intereses de su patria con la imagen de los héroes en la mente y había vuelto vencido, sin entender para qué los suyos morían por millares y mataban sin remordimientos en tierra ajena. Para entonces la guerra, que al comienzo contaba con el apoyo eufórico de la opinión pública, se había convertido en una pesadilla nacional, y las protestas de los pacifistas se habían extendido, desafiando al gobierno. Nadie se explicaba que fuera posible enviar viajeros al espacio y no hubiera manera de acabar ese conflicto sin fin. A su regreso los soldados enfrentaban una hostilidad más feroz que la de sus enemigos, en vez del respeto y la admiración prometidos al reclutarlos. Eran señalados como asesinos, a nadie le importaban sus padecimientos. Muchos que soportaron sin doblegarse los rigores de la batalla se quebraron al volver, cuando comprobaron que no había lugar para ellos.
— Este es un país de triunfadores, Greg, lo único que nadie perdona es el fracaso–le dijo Timothy Duane-.
— No es la moral o la justicia de esta guerra la que cuestionamos, nadie quiere saber de los muertos propios y mucho menos de los aje nos, lo que nos tiene jodidos es que no hemos ganado y vamos a salir de allí con la cola entre las piernas.
— Aquí muy pocos saben lo que es realmente la guerra, Tim, Nunca hemos sido invadidos por el enemigo ni bombardeados, llevamos un siglo peleando, pero desde la Guerra Civil no se oye un cañonazo en nuestro territorio. La gente no sospecha lo que es una ciudad bajo fuego. Cambiarían de criterio si sus hijos murieran reventados en una explosión, si sus casas fueran reducidas a ceniza y no tuvieran qué echarse a la boca–replicó Reeves en la única oportunidad en que habló del tema con su amigo.
No gastó energías en lamentos gratuitos y con la misma determinación que empleó en salir vivo de Vietnam, se propuso superar los obstáculos sembrados en su camino. No se apartó un pelo de la decisión de salir adelante tomada en la cama de un hospital de Hawai, y tan bien lo logró que al finalizar la guerra, unos años más tarde, estaba convertido en el paradigma del hombre de éxito y manejaba su existencia con la atrevida pericia de malabarista con la cual Carmen mantenía cinco cuchillos de carnicero en el aire. Para entonces había conseguido casi todo lo ambicionado, disponía de más dinero, mujeres y prestigio del que nunca soñó, pero no estaba tranquilo. Nadie supo de la angustia que pesaba en sus hombros como un saco de piedras, porque tenía el aire de jactancia y desenfado de un truhán, excepto Carmen a quien nunca pudo ocultársela, pero tampoco ella pudo ayudarlo.
— Lo que pasa contigo es que estás en la arena de una plaza de toros, pero no tienes instinto de matador–le decía.
¿Qué buscaba yo en las mujeres? Todavía no lo sé. No se trataba de encontrar la otra mitad de mi alma para sentirme completo, ni nada que se le parezca. En aquellos tiempos no estaba maduro para esa posibilidad, andaba detrás de algo enteramente terrenal. A mis compañeras les exigía algo que yo mismo no sabía nombrar y al no obtenerlo quedaba triste. A cualquier otro más avispado el divorcio, la guerra y la edad lo habrían curado de intenciones románticas, pero ése no fue mi caso. Por una parte trataba de llevar a casi todas las mujeres a la cama por puro afán sexual, y por otra me enfurruñaba cuando no respondían a mis secretas demandas sentimentales. Confusión, pura confusión. Durante varias décadas me sentí frustrado, después de cada cópula me asaltaba una melancolía rabiosa, un deseo de alejarme de prisa. Incluso con Carmen fue así, con razón no quiso verme por un par de años; debe haberme detestado.
Las mujeres son arañas devoradoras, si no te libras de ellas nunca podrás ser tú mismo y vivirás sólo para complacerlas, me advertía Timothy Duane, quien se juntaba todas las semanas con un grupo de hombres para hablar de la masculinidad amenazada por las vainas del feminismo. Nunca le hice caso, mi amigo no es buen ejemplo en este asunto.
En la juventud yo no tenía aplomo ni conocimientos para perseguir muchachas con algún método, lo hice con el atolondramiento de un cachorro y los resultados fueron desafortunados. A Samantha le fui fiel hasta aquella noche en la cual me tocó quitarle la bata de helado de fresa a una profesora de matemáticas que no deseaba, pero no estoy orgulloso de esa lealtad que ella no retribuyó, por el contrario, me porté tonto, además de cornudo.
Cuando de nuevo me encontré soltero me dispuse a aprovechar las ventajas de la revolución en las costumbres, habían desaparecido las antiguas estrategias de conquista, nadie temía al diablo, las malas lenguas o un embarazo inoportuno, de modo que puse a prueba la cama de mi casa, las de incontables hoteles y hasta los británicos resortes del sofá de mi oficina.
Mi jefe me advirtió secamente que perdería el puesto de inmediato si recibía quejas de las empleadas. No le hice caso, pero tuve suerte porque nadie reclamó o bien los chismes no llegaron a sus orejas. Con Timothy Duane reservábamos ciertas noches fijas a la semana para salir de parranda, intercambiábamos datos y hacíamos listas de candidatas. Para él era un deporte, para mí un delirio. Mi amigo era buen mozo, galante y rico, pero yo bailaba mejor, podía tocar de oído varios instrumentos y sabía cocinar, esas tonterías llaman la atención de algunas mujeres. Juntos nos creíamos irresistibles, pero supongo que lo éramos sólo porque nos interesaba la cantidad y no la calidad, salíamos con cualquiera que nos aceptara una invitación, no puedo decir que fuéramos selectivos. Ambos nos enamoramos el mismo día de una filipina desenfadada y codiciosa a quien atosigamos con atenciones en una veloz carrera a ver quién ganaba su corazón, pero ella estaba mucho más adelantada y nos anunció sin preámbulos que pensaba hacerlo con los dos. Aquel acuerdo salomónico fracasó al primer intento, no pudimos soportar la competencia. A partir de entonces nos repartíamos a las muchachas de modo tan prosaico, que si ellas lo hubieran sospechado jamás nos habrían aceptado. Tenía varios nombres en mi agenda y las llamaba regularmente, ninguna era fija y a ninguna le hacía promesas, el arreglo me quedaba cómodo, pero no me bastaba, apenas se me atravesaba otra más o menos interesante me lanzaba tras ella con la misma urgencia con que luego la dejaba.
Supongo que me impulsaba la ilusión de encontrar un día a la compañera ideal que justificara la búsqueda, igual como bebía vino, a pesar de que alborotaba mis alergias, esperando dar con la botella perfecta, o como hacía turismo por el mundo en verano, corriendo de una ciudad a otra en una agotadora persecución del lugar maravilloso donde estaría totalmente a gusto. Buscando, buscando siempre, pero buscando fuera de mí mismo.
En esa etapa de mi vida la sexualidad equivalía a la violencia de la guerra, era una forma maligna de establecer contacto que a fin de cuentas me dejaba un terrible vacío. Entonces no sabía que en cada encuentro aprendía algo, que no caminaba en círculos como un ciego, sino en una lenta espiral ascendente. Estaba madurando con un esfuerzo colosal, tal como Olga me había dicho. Eres un animal muy fuerte y testarudo, no tendrás una vida fácil, te tocará aguantar muchos palos, me pronosticó. Ella fue mi primera maestra en aquello que habría de determinar una buena parte de mi carácter. A los dieciséis años no sólo me hizo practicar travesuras eróticas, su lección más importante fue sobre los fundamentos de una verdadera pareja. Me enseñó que en el amor los dos se abren, se aceptan, se rinden. Fui afortunado, pocos hombres tienen ocasión de aprender eso en la juventud, pero no supe entenderlo y pronto lo olvidé. El amor es la música y el sexo es sólo el instrumento, me decía Olga, pero tardé más de media vida en encontrar mí centro y por eso me costó tanto aprender a tocar la música. Perseguí el amor con tenacidad donde no podía hallarlo, y en las contadas ocasiones en que lo tuve ante los ojos fui incapaz de verlo. Mis relaciones fueron rabiosas y fugaces, no podía rendirme ante una mujer ni aceptarla. Así lo intuyó Carmen en la única ocasión en que compartimos la cama, pero ella misma no había vivido todavía una relación plena, era tan ignorante como yo, ninguno podía conducir al otro por los caminos del amor.
Tampoco ella había experimentado la intimidad absoluta, todos sus compañeros la habían ofendido o abandonado, no confiaba en nadie y cuando quiso hacerlo conmigo también la defraudé. Estoy convencido de que intentó de buena fe recibirme en su alma tanto como en su cuerpo, Carmen es puro cariño, instinto y compasión, la ternura no le cuesta nada, pero yo no estaba listo y después, cuando intenté aproximarme, era muy tarde. Inútil llorar sobre la leche derramada, como dice doña Inmaculada, la vida nos depara muchas sorpresas y a la luz de las cosas que me han ocurrido ahora, tal vez fue mejor así.
En esa etapa las mujeres, como la ropa o el automóvil, eran símbolos de poder, se sustituían sin dejar huellas, como luciérnagas de un largo e inútil delirio. Si alguna de mis amigas lloró en secreto ante la imposibilidad de atraerme hacia una relación profunda, no la llevo en la memoria, igual como tampoco tengo el registro de las compañeras casuales. No deseo evocar los rostros de las amantes del tiempo de desenfreno, pero si quisiera hacerlo creo que sólo hallaría páginas en blanco.
Los Morales recibieron la carta que cambiaría el rumbo de Carmen y se la leyeron por teléfono: Señorita Carmen le encargo mi hijo porque su hermano Juan José quería que creciera en los Estados Unidos. El niño se llama Daí Morales, tiene un año y nueve meses, es muy sano. Será un buen hijo para usted y un buen nieto para sus honorables abuelos. Por favor venga a buscarlo pronto. Estoy enferma y no viviré mucho más. La saluda con respeto, Thui Nguyen. — ¿Sabías que Juan José tenía una mujer por allá lejos? — Preguntó Pedro Morales con la voz cascada por el esfuerzo de mantenerse sereno, mientras Inmaculada estrujaba un pañuelo en la cocina vacilando entre la dicha de saber que tenía otro nieto y las dudas sembradas por su marido de que el asunto olía a fraude.
— Si, también sabía lo del hijo–mintió Carmen, a quien le tomó menos de quince segundos adoptar a la criatura en su corazón. — No tenemos pruebas de que Juan José sea el padre. — Mi hermano me lo dijo por teléfono.
— La mujer puede haberlo engañado. No sería la primera vez que atrapan a un soldado con ese cuento. Siempre se sabe quién es la madre, pero no se puede estar seguro del padre.
— Entonces usted tampoco puede estar seguro de que yo soy su hija, papá.
— ¡No me faltes el respeto! ¿Y si lo sabias por qué no nos avisaste? — No quería preocuparlos. Pensé que nunca conoceríamos al niño. Iré a buscar al pequeño Daí.
— No será fácil. Carmen. En este caso no podemos pasarlo por la frontera escondido debajo de una pila de lechugas, como han hecho algunos amigos mexicanos con sus hijos. — Lo traeré, papá, puedes estar seguro.
Cogió el teléfono y llamó a Gregory Reeves con quien no se había comunicado desde hacía mucho y le contó la noticia sin preámbulos, tan conmovida y entusiasmada con la idea de convertirse en madre adoptiva, que olvidó por completo manifestar algún signo de compasión por la mujer moribunda o preguntarle a su amigo cómo le había ido en tanto tiempo sin hablarse. Seis horas más tarde él le anunció visita para ponerla al día sobre los detalles, entretanto había hecho algunas indagaciones y Pedro Morales tenía razón, sería bastante engorroso entrar el niño al país.
Se encontraron en el restaurante de Joan y Susan, ahora tan renombrado que aparecía en guías de turismo. La comida no había variado, pero en vez de trenzas de ajos en las paredes, colgaban afiches feministas, retratos firmados de las ideólogas del movimiento, caricaturas del tema y en un rincón de honor el célebre sostén ensartado en un palo de escoba que las dueñas del local convirtieron en un símbolo dos años antes.
Las dos mujeres se habían esponjado con la buena marcha de sus finanzas y mantenían intactas sus cálidas maneras. Joan tenía amores con el gurú más solicitado de la ciudad, el rumano Balcescu, quien ya no predicaba en el parque sino en su propia academia, y Susan había heredado de su padre un pedazo de tierra donde cultivaban verduras orgánicas y criaban unos pollos felices, que en vez de crecer de a cuatro por jaula alimentados con productos químicos, circulaban en plena libertad picoteando granos auténticos hasta el momento de ser desplumados para las pailas del restaurante. En el mismo lugar Balcescu plantaba marihuana hidropónica, que se vendía como pan caliente, sobre todo en Navidad. Sentados a la mejor mesa del comedor, junto a una ventana abierta a un jardín salvaje, Carmen reiteró a su amigo que adoptaría a su sobrino aunque tuviera que pasar el resto de su existencia plantando arroz en el sudeste asiático. Nunca tendré un hijo propio, pero este niño es como si lo fuera porque lleva mi misma sangre, además tengo el deber espiritual de hacerme cargo del hijo de Juan José y ningún servicio de inmigración del mundo podrá impedírmelo, dijo. Gregory le explicó con paciencia que la visa no era el único problema, los trámites pasaban por una agencia de adopción que examinaría su vida para comprobar si era una madre adecuada y si podía ofrecerle un hogar estable al chiquillo. — Te harán preguntas incómodas. No aprobarán que pases el día en la calle entre hippies, drogados, dementes y mendigos, que no tengas un ingreso fijo, seguro médico, previsión social y horarios normales. ¿Dónde vives ahora?
— Bueno, por el momento duermo en mi automóvil en el patio de un amigo. Me compré un Cadillac amarillo del año 49, una verdadera reliquia, tienes que verlo.
— ¡Perfecto, eso le encantará a la agencia de adopción!
— Es una situación temporal, Greg. Estoy buscando un apartamento.
— ¿Necesitas plata?
— No. Me va muy bien en las ventas, gano más que nadie en toda la calle y gasto poco. Tengo algunos ahorros en el banco. — ¿Y entonces por qué vives como una pordiosera? Francamente dudo que te den al chico, Carmen.
— ¿Puedes llamarme Tamar? Ese es mi nombre ahora.
— Trataré, pero me cuesta, siempre serás Carmen para mí. También preguntarán si tienes marido, prefieren a las parejas.
— ¿Sabías que allá tratan como perros a los hijos de americanos con mujeres vietnamitas? No les gusta nuestra sangre. Da¡ estará mucho mejor conmigo que en un orfelinato.
— Sí, pero no es a mí a quien debes convencer. Tendrás que llenar formularios, contestar preguntas y probar que se trata en verdad de tu sobrino. Te advierto que esto demorará meses, tal vez años. — No podemos esperar tanto, para algo te llamé, Gregory. Tú conoces la ley.
— Pero no puedo hacer milagros.
— No te pido milagros sino algunas trampas inofensivas para una buena causa.
Trazaron un plan. Carmen destinaría parte de sus ahorros a instalarse en un apartamento en un barrio decente, procuraría dejar las ventas callejeras y aleccionaría a los amigos y conocidos para responder las capciosas indagaciones de las autoridades. Preguntó a Gregory si se casaría con ella en el supuesto de que un marido fuera requisito indispensable, pero él le aseguró divertido que las leyes no eran tan crueles y con un poco de suerte no sería necesario llegar tan lejos. Ofreció en cambio ayudarla con dinero porque esa aventura sería costosa.