El plan infinito - Isabel Allende
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Para suplir las limitaciones del lenguaje Carmen hizo un dibujo donde Da¡ aparecía en primer plano y rondándolo volaba una figura pequeña con una hélice en la cabeza y una humareda por la cola, que tenía los inconfundibles ojos de almendras negras de Thui Nguyen. El chico lo observó por largo rato, luego lo dobló cuidadosamente y lo guardó en el álbum de fotografías falsificadas por Leo Galupi, junto a retratos de sus padres del brazo en lugares donde nunca estuvieron. Acto seguido se comió su primera hamburguesa americana Al cabo de una intensa semana familiar, Carmen regresó con su hijo a Berkeley, donde había organizado su nueva existencia. Antes de ir en busca de Da¡ había alquilado un apartamento y preparado una habitación con muebles blancos y profusión de juguetes. El lugar sólo contaba con dos cuartos, uno para su hijo y otro que servía de taller y dormitorio. Ya no se instalaba a vender sus joyas en cualquier esquina, ahora las colocaba en varias tiendas, pero la tentación de las ventas callejeras era inevitable. Los fines de semana partía en su automóvil a otros pueblos donde montaba su puesto en las ferias de artesanías. Lo había hecho por años sin pensar en la incomodidad de los viajes, de trabajar dieciocho horas sin descanso, alimentarse de maní y chocolate, dormir en el vehículo y no disponer de baño, pero la presencia del niño la obligó a hacer algunos ajustes. Vendió el desportillado Cadillac amarillo y se compró un furgón firme y amplio, donde podía tender un par de sacos de dormir en la noche cuando no había una habitación disponible.
Iban los dos lado a lado, como un par de socios, Daí la ayudaba a llevar parte de las cosas y a ordenar la mesa, luego se sentaba a atender a los clientes o a jugar solo, cuando se fastidiaba partía a recorrer la feria y si estaba cansado se echaba a dormir en el suelo a los pies de su madre.
Como siempre eran los mismos artesanos que se encontraban en diversas localidades, ya todos conocían al hijo de Tamar, en ninguna parte estaba tan seguro como en aquellos carnavales donde pululaban ladrones, ebrios y drogadictos. El resto de la semana Carmen trabajaba en su casa, siempre acompañada por el pequeño. Se daba tiempo para enseñarle inglés, mostrarle el mundo en libros prestados de la biblioteca, pasearlo por la ciudad, llevarlo a piscinas y parques públicos. Cuando se sintiera más seguro en su nueva patria pensaba mandarlo a una guardería para que conviviera con otras criaturas de su edad, pero por ahora la idea de separarse de él, aunque fuera por algunas horas, la atormentaba, volcó en Da¡ la ternura contenida en muchos años de lamentar en secreto su esterilidad. No sospechaba cómo criar a un niño y no tenía paciencia para estudiarlo en manuales, pero eso no la preocupaba. Ambos establecieron un vínculo indestructible basado en la total aceptación mutua y en el buen humor. El chico se acostumbró a compartir su espacio en tan espléndidos términos que podía armar un castillo con cubos de plástico en la misma mesa en que ella montaba unos delicados aretes de oro con minúsculas cuentas de cerámica precolombina. A medianoche Da¡ se pasaba a la cama de Carmen y amanecían abrazados. Después del primer año comenzó a sonreír tímidamente, pero en las raras oportunidades en que se separaban volvía a su antigua expresión ausente. Ella le hablaba todo el tiempo sin angustiarse porque él no articulara palabra, cómo quieres que hable el pobrecito, si todavía no sabe inglés y se le olvidó su idioma, está en el limbo de los sordomudos, pero cuando tenga algo que decir lo dirá, le explicaba los lunes por teléfono a Gregory. Tenía razón. A los cuatro años, cuando pocas esperanzas quedaban de que se expresara, Carmen cedió a las presiones de todo el mundo y lo llevó a regañadientes donde un especialista, quien después de examinarlo con detención por largo rato sin obtener ni el menor sonido articulado, corroboró lo que ella ya, sabía, que su hijo no era sordo.
Carmen cogió a Daí de la mano y lo llevó al parque. Sentada en un banco junto a un charco de patos le explicó que si tenía que pagar a un terapeuta para que lo hiciera hablar se iban al diablo las vacaciones de ese año porque no le alcanzaba el presupuesto para tanto. — Entre tú y yo no necesitamos palabras, Daí, pero para funcionar en el mundo tienes que comunicarte. Los dibujitos no bastan. Trata de hablar un poco para que tengamos vacaciones, si no nos jodemos los dos — No me gustó ese doctor, mamá, olía a salsa de soya–replicó el niño en perfecto inglés. Nunca sería un charlatán, pero el asunto de su mudez quedó descartado.
El tiempo libre pasó a ser el mayor lujo, Carmen dejó de ver a los amigos y rechazaba, invitaciones de los mismos pretendientes que poco antes la entusiasmaban. Hasta entonces el amor le había producido más sufrimientos que buenos recuerdos, según Gregory escogía pésimos candidatos, como si sólo pudiera enamorarse de quienes la maltrataban, ella estaba convencida de que su período de mala suerte había pasado, pero de todos modos decidió cuidarse. Por años Inmaculada Morales hizo mandas a San Antonio de Padua, a ver si el patrono de las solteronas se encargaba de buscar marido a esa hija extravagante que ya había pasado los treinta y todavía no daba señales de sentar cabeza. Encontrar al compañero adecuado había sido una callada obsesión de Carmen en el pasado, cuando le faltaba hombre se le poblaban los sueños de fantasmas lujuriosos, necesitaba un abrazo firme. caliente proximidad, manos viriles en su cintura, una ronca voz susurrándole, pero ya no se trataba sólo de buscar un compañero sino también un padre cabal para Daí. Pensó en los hombres que había tenido y por primera vez se dio cuenta de la rabia que sentía contra ellos. Se preguntaba si se hubiera dejado golpear delante del chico o si se hubiera resignado a bañarlo en el agua fría usada por otro y se espantaba de su propia sumisión. Revisaba a los amantes recientes y ninguno pasaba su severo examen, sin duda estaban mejor solos, decidió.
La maternidad le tranquilizó el espíritu y para las inquietudes del cuerpo decidió seguir el ejemplo de Gregory y conformarse con amores de paso. Se preguntaba también por qué le faltó valor para tener su bebé diez años antes, por qué se dejó vencer por el miedo y por el peso de inútiles tradiciones, no era tan difícil ser madre soltera, después de todo, decidió. Las nuevas responsabilidades mantenían su energía en ebullición, aumentaron sus ganas de trabajar y de sus manos salían diseños cada vez más originales, las ideas y los exóticos materiales traídos de remotas regiones cobraban vida bajo sus tenazas, sopletes y alicates. Despertaba de pronto en la madrugada con la visión precisa de un diseño y por algunos minutos se quedaba en la cama envuelta en el olor y el calor de su niño, luego se levantaba, se colocaba su bata de seda bordada, regalo de Leo Galupi, hervía agua para preparar té de mango, encendía las lámparas victo–rianas sobre su mesa y cogía las herramientas con alegre determinación. De vez en cuando le daba una mirada al hijo dormido y sonreía contenta. Mi vida está completa, nunca he sido tan feliz, pensaba.
Cuarta Parte
Cuidado con lo que pides, mira que el cielo puede otorgártelo, era uno de los dichos de Inmaculada Morales, y en el caso de Gregory Reeves se cumplía como una broma fatal, En los años siguientes realizó los planes que con tanto ahínco se había propuesto, sin embargo por dentro hervía en el caldo de una impaciencia abrumadora. No podía detenerse un instante, mientras estaba ocupado lograba ignorar los apuros del alma, pero si le sobraban unos minutos y se encontraba quieto y en silencio, sentía una hoguera consumiéndolo por dentro, tan poderosa que estaba seguro de que no era sólo suya, la había alimentado su desaforado padre y antes de él su abuelo, ladrón de caballos, y aún antes quién sabe cuántos bisabuelos marcados por el mismo estigma de inquietud. Le tocaba cocinarse en el rescoldo de mil generaciones. El impulso lo llevaba hacia adelante, se convirtió en la imagen del triunfador justamente cuando el desprendimiento bucólico y la inocencia eterna de los hippies habían sido aplastados por los engranajes de la implacable maquinaria del sistema. Nadie podía reprocharle su ambición porque en el país ya se gestaba la época de codicia desenfrenada que habría de venir muy pronto. La derrota de la guerra había dejado en el aire un sentimiento de bochorno, un deseo colectivo de reivindicarse por otros medios. No se hablaba del tema, habrían de pasar más de diez años para que la historia y el arte se atrevieran a exorcizar los demonios sueltos del desastre. Carmen vio decaer lentamente la calle donde antes se ganaban la vida sus mejores amigos, se despidió de muchos artesanos expulsados por la presión de los comerciantes de productos ordinarios de Taiwán, y vio desaparecer uno a uno a los lunáticos inocentes, que murieron de inanición o se fueron por los caminos cuando la gente olvidó alimentarlos. llegaron otros locos mucho más desesperados, los veteranos de la guerra que sucumbieron al horror de los recuerdos.
A la rebeldía callejera de antaño siguió la peste del conformismo, contagiando incluso a los estudiantes de la universidad. Aumentó el número de los miserables y los bandidos, por todas partes se veían mendigos, borrachos, prostitutas, traficantes de drogas, ladrones. El mundo se está descomponiendo a ojos vista, se lamentaba Carmen. Gregory Reeves, quien de todos modos nunca participó en las ilusiones ingenuas de quienes anunciaban la Era de Acuario, un tiempo de supuesta hermandad y paz, replicaba con el ejemplo del péndulo, que va y viene en una y otra dirección. No lo afectaba el cambio porque estaba lanzado en una carrera ciega, adelantándose al estallido de materialismo que marcaría la década de los ochenta. Fanfarroneaba de sus éxitos, mientras sus colegas se preguntaban cómo conseguía los mejores casos y de dónde sacaba recursos para andar de fiesta en fiesta, pasar una semana dando vueltas por el Mediterráneo y vestirse con camisas de seda. Nada sabían de los exorbitantes préstamos de los bancos ni las maniobras atrevidas de sus tarjetas de crédito. Reeves prefería no pensar en que tarde o temprano debería pagar las cuentas, cuando se le terminaban los fondos solicitaba otro crédito a su banquero con el argumento de que en bancarrota o en la cárcel de ninguna manera podría cumplir sus obligaciones, y que el dinero atrae al dinero como imán. No se angustiaba por el futuro, estaba muy ocupado tratando de labrar el presente.
Decía que no tenía escrúpulos y nunca se había sentido tan fuerte ni tan libre, por lo mismo no comprendía ese impulso de huida que no le daba descanso. Estaba otra vez soltero y sin más cruz a cuestas que la del propio corazón. De su hija lo separaba media hora de camino, sin embargo apenas la veía un par de veces al año, cuando la recogía en su coche de galán para sacarla de paseo con la pretensión de darle en cuatro horas lo que le había escatimado en seis meses. Después de cada visita la devolvía con un cargamento de regalos, más apropiados para una mujer coqueta que para una colegiala impúber, y enferma por el atracón de helados y pasteles. Había sido inútil convencer a Margaret de que lo llamara papá, decidió que Grego–ry le calzaba mejor a ese hombre casi desconocido que pasaba por su vida dos veces al año como un desaforado Santa Claus. Tampoco usaba la palabra mamá. La maestra de la escuela citó a Samantha para preguntarle si acaso era verdad que Margaret había sido adoptada después que sus verdaderos padres fueron horriblemente asesinados por una banda de maleantes.
Recomendó consultar a un psicólogo infantil, pero la madre sólo pudo llevarla a la primera consulta porque la hora de terapia interfería con su clase de yoga.
No necesito a nadie que me diga quiénes son ustedes, lo sé perfectamente, pero me divierte confundir a la maestra, que es muy estúpida, explicó Margaret con la tranquila compostura que la caracterizaba. Los padres. concluyeron que la chica era un prodigio de imaginación y sentido del humor. Tampoco les alarmaba que se orinara por las noches como un bebé, mientras insistía en vestirse de mujer, se pintaba las uñas y los labios, no jugaba con otras criaturas y coqueteaba con aires de cortesana.
Aparte del inconveniente de ponerle pañales por la noche a la edad en que comenzaba a recibir sus primeras clases de educación sexual, no daba dolores de cabeza; se desarrollaba como un ser misterioso, e incorpóreo cuya principal virtud era la de pasar desapercibida. Resultaba tan fácil olvidar su existencia que en más de una ocasión su padre hizo la broma de que a la niña le vendrían muy bien los collares para la invisibilidad de Olga.
En los siete años que Gregory Reeves estuvo en su primer trabajó adquirió las herramientas y los vicios de su profesión. Su jefe lo distinguía entre los demás abogados de la firma y se encargó de revelarle en persona los trucos fundamentales. Era una de esas personas meticulosas y obsesivas que necesitan controlar hasta el menor detalle, un hombre insoportable, pero un espléndido abogado, nada escapaba a su escrutinio, tenía olfato de perro perdiguero para dar con la clave de cada problema legal y elocuencia irresistible para convencer al jurado. Le enseñó a estudiar los casos minuciosamente, buscar los resquicios insignificantes y planear su estrategia como un general.
— Esto es un juego de ajedrez, gana quien anticipa más movidas. Se necesita la agresividad de una fiera, pero se debe mantener la cabeza fría. Si pierde la calma está frito. aprenda a controlar su carácter o nunca será de los mejores, Reeves–le repetía-. Usted tiene buen temple, pero en la contienda suele golpear con los ojos cerrados.
— Lo mismo me decía el Padre Larraguibel en el patio de la Iglesia de Lourdes.
— ¿Quién?
— Mi profesor de boxeo.
Reeves era tenaz, incansable, difícil de doblegar, imposible de quebrar y feroz en los enfrentamientos, pero lo volteaban sus propias pasiones. Al viejo le gustaba su energía, él mismo la había tenido a destajo en su juventud y todavía le quedaba una buena reserva, por lo mismo sabía apreciarla en los demás. También celebraba su ambición porque ésa era la palanca para movilizarlo, bastaba ponerle una zanahoria ante la nariz para hacerlo correr como un conejo. Si en algún momento se dio cuenta de las maniobras del otro para apoderarse de sus conocimientos y usarlo como trampolín para escalar en la firma, no debe haberle extrañado. Igual había hecho él en sus comienzos, con la diferencia de que no tuvo un jefe astuto capaz de detenerlo a tiempo.
Se consideraba buen conocedor del carácter ajeno, estaba seguro de poder mantener a Reeves en un puño y explotarlo en su beneficio por tiempo indefinido, era como domar caballos: debía darle soga, dejarlo correr, cansarlo y apenas se le fueran los humos a la cabeza pegarle un tirón y obligarlo a mascar el freno, para que reconociera la superioridad del amo. No era la primera vez que lo hacia y siempre le había dado buen resultado..
En raras ocasiones de flaqueza sentía la tentación de apoyarse en el brazo de ese joven abogado tan parecido a si mismo, era el hijo que le hubiera gustado tener. Formó un pequeño imperio y ahora, cerca de los ochenta años, se preguntaba quién lo heredaría. Le quedaban pocos placeres al alcance de la mano, el cuerpo ya no respondía a los impulsos de la imaginación, no podía saborear una comida refinada sin pagar las consecuencias con dolor de tripas, y ni hablar de mujeres, era un tema demasiado doloroso. Observaba a Reeves con una mezcla de envidia y paternal comprensión, pero no era un vejete sentimental ni estaba dispuesto a entregar la menor brizna de poder. Tenía a mucha honra haber nacido con el corazón seco, como decía a quien apelara a su benevolencia para pedirle un favor. El largo hábito del egoísmo y la invencible coraza de su mezquindad eran más fuertes que cualquier atisbo de simpatía. Era el maestro perfecto para el laborioso aprendizaje de la codicia.