El plan infinito - Isabel Allende
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Cada día, apenas tocaban la campana de salida, Gregory corría como un celaje hasta su casa, perseguido por una jauría de muchachos dispuestos a liquidarlo. Era de piernas tan veloces que solía detenerse en medio de la carrera para insultar a sus enemigos. Cuando su familia acampaba en el patio de los Morales no pasaba susto, porque la casa quedaba cerca, Juan José lo acompañaba y nadie podía alcanzarlo en un trecho corto, pero cuando se trasladaron a la nueva propiedad la distancia era diez veces mayor y las posibilidades de llegar a la meta a tiempo se reducían en forma alarmante. Cambiaba el recorrido, cogía por diversos atajos y conocía escondites donde solía esperar agazapado hasta que se aburrían de buscarlo. Una vez se deslizó en la parroquia, porque en clase de religión el Padre contó que desde la Edad Media existía la tradición de asilo dentro de las iglesias. Pero la pandilla de Martínez lo persiguió al interior del edificio y después de una escandalosa carrera saltando bancos, lo agarraron frente al altar y procedieron a darle una pateadura ante la mirada, impávida de los santos de bulto bajo sus aureolas de latón dora do. A los gritos acudió el enérgico cura, quien se encargó de quitar a Gregory los enemigos de encima tirándolos de los pelos. — ¡Dios no me salvó! — gritaba el niño más furioso que adolorido señalando al Cristo ensangrentado que precedía el altar. — ¿Cómo que no? ¿Y no llegué yo a ayudarte, mal agradecido? — rugió el párroco.
— ¡Demasiado tarde! ¡Mire cómo me tienen! — aullaba señalando sus moretones.
— Dios no tiene tiempo para pendejadas. Ponte de pie y límpiate la nariz–le ordenó el Padre. — Usted dijo que aquí uno está seguro…
— Claro, siempre que el enemigo sepa que se trata de un lugar sagrado, pero estos atorrantes no sospechan el sacrilegio que han cometido.
— ¡Su pinche iglesia no sirve para nada!
— ¡Cuidado con lo que dices, mira que te vuelo los dientes, muchacho desgraciado! — lo amenazó con la mano en alto el Padre. — ¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio! — alcanzó a recordarle Reeves y eso tuvo la virtud de aplacar el hervor de la sangre vasca en las venas del sacerdote, que respiró profundo para despejar la ira y trató de hablar en un tono más apropiado a sus santas vestiduras. — Escucha, hijo, tienes que aprender a defenderte. Ayúdate, que Dios te ayudará, como dice el refrán.
Y a partir de ese día el buen hombre, que en su juventud había sido un campesino pendenciero, se encerraba con Gregory en el patio de la sacristía para enseñarle a boxear sin mayores contemplaciones por las reglas de la caballerosidad. Su primera lección consistió en tres principios inapelables: lo único importante es ganar, el que pega primero pega dos veces y dale directo a las bolas, hijo, y que Dios nos perdone. De todos modos el chico decidió que el templo era menos seguro que el firme regazo de Inmaculada Morales, fortaleció la confianza en sus puños en la misma medida en que tambaleaba su fe en la intervención divina. Desde entonces, si estaba en apuros corría a la casa de sus amigos, saltaba la cerca del patio y se metía a la cocina, donde aguardaba que Judy acudiera en su rescate. Con su hermana podía caminar a salvo porque era la niña más bonita de la escuela; todos los muchachos estaban enamorados de ella y ninguno habría cometido la estupidez de hacerle una barrabasada a Gregory en su presencia. Carmen y Juan José Morales trataban de servir de enlace entre su nuevo amigo y el resto de la chiquillería, pero no siempre lo lograban porque Gregory resultaba extraño, no sólo por su color, sino porque era orgulloso, testarudo y taimado. Tenía la ca beza repleta de cuentos de indios, de animales salvajes, protagonistas de ópera y de teorías de almas en forma de naranjas flotantes y Logi, y Maestros Funcionarios, de las cuales ni el Padre ni las profesoras deseaban oír detalles. Además, perdía el control a la menor provocación y se lanzaba de frente, con los ojos cerrados y los puños listos; peleaba a ciegas y casi siempre perdía, era el más golpeado de la escuela. Se reían de él, de su perro–un bastardo de patas cortas y mala catadura–y hasta del aspecto de su madre, que se vestía a la antigua y repartía folletos de la religión Bahai o del Plan Infinito. Pero las peores burlas se centraban en su temperamento sentimental. El resto de los muchachos había interiorizado las lecciones ma–chistas de su medio: los hombres deben ser despiadados, valientes, dominantes, solitarios, rápidos con las armas y superiores a las mujeres en todo sentido. Las dos reglas básicas, aprendidas por los niños en la cuna, son que los hombres no confían jamás en nadie y no lloran por ningún motivo. Pero Gregory escuchaba a la maestra hablar de las focas de Canadá exterminadas a palos por los cazadores de pieles o al Padre referirse a los leprosos de Calcuta y, con los ojos aguados, decidía de inmediato irse al norte a defender a las pobres bestias o al Lejano Oriente de misionero. En cambio lo aturdían a golpes sin arrancarle lágrimas; por soberbio prefería que lo chingaran antes que pedir clemencia, sólo por eso los otros muchachos no lo consideraban maricón perdido. A pesar de todo era un chico alegre, capaz de sacarle música a cualquier instrumento, con una memoria infalible para los chistes, el favorito de las niñas en el recreo. A cambio de sus lecciones de boxeo el Padre le exigió ayuda en las misas del domingo. Cuando Gregory lo comentó en casa de los Morales tuvo que soportar una andanada de bromas de Juan José y sus hermanos. hasta que Inmaculada los interrumpió para anunciar que por burlarse, su hijo Juan José también sería monaguillo y a mucha honra, bendito Dios. Los dos amigos pasaban horas a regañadientes en la iglesia esparciendo incienso, tocando campanillas y recitando latinazgos, ante la mirada atenta del sacerdote, quien aun en los momentos álgidos los vigilaba con su famoso tercer ojo, ese que la gente decía que tenía en la nuca para ver los pecados ajenos. Al hombre le gustaba que uno de sus ayudantes fuera moreno y el otro rubio; consideraba que esa integración racial sin duda complacía al Creador. Antes de la misa los niños preparaban el altar y después ordenaban la sacristía; al irse recibían un pan de anís de regalo, pero el verdadero premio eran unos sorbos clandestinos del vino ceremonial, un licor añejo, dulce y fuerte como jerez. Una mañana fue tanto el entusiasmo que sin medirse despacharon la botella y se quedaron sin vino para la última misa. Gregory tuvo la inspiración de sustraer unos centavos de la colecta y salir disparado a comprar Coca–Cola. La revolvieron para quitarle el gas y enseguida llenaron la vinajera. Durante el oficio estaban hechos unos payasos y ni siquiera las miradas asesinas del sacerdote lograron impedir cuchicheos, carcajadas, tropezones y campanillazos a destiempo. Cuando el Padre levantó el copón para consagrar la Coca–Cola, los muchachos se sentaron en las gradas del altar porque no se tenían en pie de la risa. Minutos más tarde el sacerdote bebió el líquido con reverencia, absorto en las palabras litúrgicas y al primer sorbo se dio cuenta de que el diablo había metido mano en el Cáliz, a menos que por una vez la consagración hubiera producido un cambio verificable en las moléculas del vino, idea que su sentido práctico descartó de inmediato. Tenía un largo entrenamiento en las vicisitudes de la vida y continuó la misa impertérrito, sin un gesto que revelara lo ocurrido. Terminó el ritual sin prisa, salió dignamente seguido por sus dos monaguillos a trastabillones, y una vez en la sacristía se quitó una de sus pesadas sandalias de suela y procedió a darles una contundente paliza. Ése fue el primero de muchos años difíciles para Gregory Reeves; fue un tiempo de inseguridad y temores en el cual muchas cosas cambiaron, pero también de travesuras, amistad, sorpresas y descubrimientos.
Apenas mi familia se organizó en las nuevas rutinas y mi padre se sintió más fuerte, se iniciaron los arreglos de la cabaña. Con la ayuda de los Morales y sus amigos ya no se veía en ruinas, pero todavía faltaban algunas comodidades esenciales. Mi padre instaló un primitivo sistema de luz eléctrica, levantó una casucha para el excusado y entre él y yo limpiamos el terreno de piedras y malezas para que mi madre plantara la huerta de vegetales y flores que siempre había deseado. Construyó también una pequeña bodega en el borde mismo del barranco donde terminaba la propiedad, para guardar sus herramientas y el equipo de viaje, no perdía la ilusión de volver algún día a sus travesías en otro camión. Después me ordenó hacer un hoyo; afirmaba que de acuerdo a un filósofo griego antes de morir todo hombre debe procrear un hijo, escribir un libro, construir una casa y plantar un árbol y él ya había cumplido con los tres primeros requisitos. Cavé donde me indicó sin ningún entusiasmo, pues no deseaba contribuir a su muerte, pero no me atreví a negarme ni a dejar la labor a medias. En una ocasión, cuando yo viajaba en el plano astral fui conducido a una habitación muy grande, como una fábrica, explicaba Charles Reeves a sus oyentes. Allí vi muchas máquinas interesantes, algunas no estaban terminadas y otras eran absurdas, los principios mecánicos estaban equivocados y nunca funcionarían bien. Le pregunté a un Logi a quién pertenecían. Éstas son tus obras incompletas, me explicó. Recordé que en mi juventud tuve la ambición de convertirme en inventor. Esas máquinas grotescas eran productos de aquel tiempo y desde entonces estaban almacenadas allí esperando que yo dispusiera de ellas. Los pensamientos toman forma, mientras mas definida una idea, mas concreta es la forma. No se deben dejar ideas ni proyectos inacabados, deben ser destruidos, porque sino se malgasta energía que estaría mejor empleada en otro asunto. Hay que pensar de manera constructiva, pero cuidadosa. Yo había escuchado este cuento a menudo, me fastidiaba esa obsesión por completar todo y por dar a cada objeto y a cada pensamiento un lugar preciso, porque a juzgar por lo que veía a mi alrededor, el mundo era un puro desorden.
Mi padre salió temprano y regresó con Pedro Morales en la camioneta cargando un sauce de buen tamaño. Entre los dos lo arrastraron a duras penas y lo plantaron en el hoyo. Durante varios días observé al árbol y a mi padre, esperando que en cualquier instante el primero se secara o el segundo cayera fulminado, pero como nada de eso ocurrió, supuse que los antiguos filósofos eran unos pelafustanes. El temor de quedar huérfano me venía a la mente con frecuencia. En sueños Charles Reeves se me aparecía como un crujiente esqueleto de ropajes oscuros con una gruesa serpiente enrollada a los pies, y despierto lo recordaba reducido a una piltrafa, tal como lo vi en el hospital. La idea de la muerte me aterrorizaba. Desde que nos instalamos en la ciudad me perseguía un presentimiento de peligro, las normas conocidas se me descalabraron, hasta las palabras perdieron sus significados habituales y tuve que aprender nuevos códigos, otros gestos, una lengua extraña de erres y jotas sonoras. Los caminos sin fin y los vastos paisajes fueron reemplazados por un hacinamiento de callejuelas ruidosas, sucias, malolientes, pero también fascinantes, donde las aventuras salían a cada paso. Imposible resistir la atracción de las calles; en ellas transcurría la existencia, eran escenario de peleas, amores y negocios. Me embelesaba con la música latina y la costumbre de contar historias. La gente hablaba de sus vidas en tono de leyenda. Creo que aprendí español sólo para no perder palabra de aquellos cuentos. Mi lugar preferido era la cocina de Inmaculada Morales entre las fragancias de las ollas y los afanes de la familia. No me cansaba de ese circo eterno, pero también sentía la secreta necesidad de recuperar el silencio de la naturaleza en la cual me criaron, buscaba árboles, caminaba horas para subir a una pequeña colina donde por unos minutos volvía a sentir el placer de existir en mi propia piel. El resto del tiempo mi cuerpo resultaba un estorbo; debía protegerlo de amenazas permanentes, me pesaban como lastres mi pelo claro, el color de mi piel y mis ojos, mi esqueleto de pájaro. Dice Inmaculada Morales que yo era un niño ale–gre,lleno de fuerza y energía, con un tremendo gusto por la vida, pero no me recuerdo así; en el ghetto experimenté la desazón de ser diferente, no me integraba, deseaba ser como los otros, diluirme en la multitud, volverme invisible y así moverme tranquilo por las calles o jugar en el patio de la escuela, libre de las pandillas de muchachos morenos que descargaban en mi las agresiones que ellos mismos recibían de los blancos apenas asomaban las narices fuera de su barrio.
Cuando mi padre salió del hospital reiniciamos en apariencia una vida normal, pero el equilibrio de la familia estaba roto. También pesaba en el ambiente la ausencia de Olga y echaba de menos su baúl de tesoros, sus utensilios de nigromante, sus vestidos escandalosos, su risa descarada, sus cuentos, su infatigable diligencia, la casa sin ella era como una mesa coja. Mis padres cubrieron el asunto de silencio y no me atreví a pedir explicaciones. Mi mamá se tornaba por momentos más silenciosa y apartada, mientras mi padre, quien siempre tuvo buen dominio sobre su carácter, se volvió rabioso, im–predecible, violento. Es culpa de la operación, la química de su Cuerpo Físico está alterada, por eso su aura se ha oscurecido, pero pronto estará bien, lo justificaba mi mamá en la jerga del Plan Infinito, pero sin la menor convicción en su tono. Nunca me sentí cómodo con ella, ese ser descolorido y amable era muy diferente a las madres de otros niños. Las decisiones, los permisos y los castigos provenían siempre de mi padre; el consuelo y la risa de Olga, las confidencias eran con Judy. A mi madre sólo me unían libros y cuadernos escolares, música y la afición por observar las constelaciones del cielo. Jamás me tocaba, me acostumbré a su distancia física y a su temperamento reservado.
Un día perdí a Judy, entonces experimenté el pánico de la soledad absoluta que no logré superar hasta varias décadas más tarde cuando un amor inesperado revocó esa especie de maldición. Judy había sido una niña abierta y simpática, que me protegía, me mandaba, me llevaba prendido de sus faldas. Por las noches me deslizaba en su cama y ella me contaba cuentos o me inventaba sueños con instrucciones precisas sobre cómo soñarlos. Las formas de mi hermana dormida, su calor y el ritmo de su respiración acompañaron la primera parte de mi infancia; encogido a su lado olvidaba el miedo, junto a ella nada podía hacerme daño. Una noche de abril, cuando Judy iba a cumplir nueve años y yo tenía siete, esperé que todo estuviera en silencio y salí de mi saco de dormir para introducirme en el suyo, como siempre hacía, pero me encontré ante una resistencia feroz. Tapada hasta la barbilla y con las manos enzañadas sujetando su saco, me zampó que no me quería, que nunca más me dejaría dormir con ella, que se acabaron los cuentos, los sueños inventados y todo lo demás y que yo estaba muy grande para esas tonterías. — ¿Qué te pasa, Judy? — le supliqué espantado, no tanto por sus palabras como por el rencor en su voz.
— ¡Andate al carajo y no vuelvas a tocarme en los días de tu vida! — y rompió a llorar con la cara vuelta a la pared.
Me senté a su lado en el suelo sin saber qué decir, mucho más triste por su llanto que por el rechazo. Un buen rato después me levanté en puntillas y abrí la puerta a Oliver; a partir de ese día dormí abrazado a mi perro. En los meses siguientes tuve la sensación de que existía un misterio en mi casa del cual yo estaba excluido; un secreto entre mi padre y mi hermana, o tal vez entre ellos y mi madre, o entre todos y Olga. Presentí que era mejor ignorar la verdad y no traté de averiguarla. El ambiente estaba tan cargado que procuraba ausentarme de la casa lo más posible, visitaba a Olga o a los Morales, daba largas caminatas por los campos cercanos, me alejaba varias millas y regresaba al anochecer; me escondía en la pequeña bodega, entre herramientas y bultos, y lloraba durante horas sin saber por qué. Nadie me hizo preguntas.