El plan infinito - Isabel Allende
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En un petate en el suelo o en una hamaca colgando bajo un improvisado mosquitero, rodeado por graznidos amenazantes de pájaros nocturnos y rumor de patas sigilosas, sumido en el inquietante olor de residuos vegetales y magnolias, Da¡ se sentía totalmente seguro junto al cuerpo tibio de su madre, la creía invulnerable. Con ella pasó por muchas aventuras y las pocas veces en que la vio asustada sintió también el pinchazo del miedo: pero entonces recordaba a su otra madre, la de los ojos de almendras negras que volaba a propulsión a chorro sobre su cabeza protegiéndolo de todos los males. En un bazar de Marruecos, pululando entre la abigarrada muchedumbre, el niño se soltó de la mano de Carmen para admirar unos cuchillos curvos con cachas de cuero labrado.
El dueño de la tienda, un hombronazo patibulario envuelto en trapos, lo cogió por el cuello, lo levantó en vilo y le dio un bofetón, pero antes que alcanzara a repetir el gesto una fiera brava le cayó encima, toda zarpas. gruñendo y lanzando mordiscos de perra rabiosa. Daí vio a su madre rodar con el árabe por el suelo en un alboroto de faldas rotas, cestas volteadas, mercadería dispersa y burlas de otros hombres del mercado. Carmen recibió un puñetazo en la cara y por unos instantes quedó aturdida, pero la violencia de su desesperación la reanimó y antes que nadie pudiera preverlo empuñaba uno de los cuchillos curvos desenvainado. En ese instante interrumpió la policía, la desarmaron y salvaron al comerciante de una puñalada segura, mientras los hombres reunidos en círculo celebraban la golpiza y acusaban a la extranjera con gritos e insultos. Carmen y Da¡ terminaron en un cuartel entre rejas, rodeados de maleantes que no se atrevieron a molestarlos porque vieron la muerte en los ojos de esa mujer. El cónsul americano acudió a su rescate y más tarde, al despedirse, les aconsejó no volver a poner los pies en ese país. Nos vemos el ano próximo, replicó Carmen y no pudo sonreír, porque tenía la cara hinchada y una cortadura profunda en el labio. De esas exploraciones regresaban con cajas repletas de cuentas variadas, trozos de coral, vidrio o métales antiguos, piedras semipreciosas, minúscu las tallas en hueso, conchas perfectas, garras y dientes de bestias ignotas, hojas y escarabajos petrificados desde la edad de los hielos. También traían telas bordadas y cueros repujados que servían para agregar detalles a un cinturón o un bolso, cintas desteñidas por el tiempo para las faldas, botones o hebillas que descubrían en sucuchos olvidados. Para entonces Carmen ya no trabajaba en su casa. En el taller tenía sus tesoros en cajas de plástico transparente organizados por materiales y colores, allí se encerraba por horas a fabricar cada modelo, poniendo y quitando cuentas, labrando metales, cortando y puliendo en un paciente ejercicio de la imaginación. Inició la moda de los motivos astrológicos de lunas y estrellas, el uso de cristales para la buena fortuna, las joyas de inspiración africana, los aretes diferentes para cada lado y el pendiente único enroscado en la oreja con una cascada de piedras y de piezas de plata, que más tarde serían copiados hasta la saturación. Los, años le dieron seguridad y afinaron un poco sus rasgos, pero no atenuaron su alegre disposición ni disminuyeron su gusto por la aventura. Manejaba el negocio como una experta, pero se divertía tanto haciéndolo que no lo consideraba un trabajo. Era incapaz de tomarse en serio. No veía diferencia entre su próspera empresa y los tiempos en que fabricaba artesanías en la casa de sus padres para vender en el barrio latino o se vestía con pañuelos de colores para hacer malabarismos en la Plaza Pershing. Todo formaba parte del mismo, pasatiempo ininterrumpido de la existencia y el hecho de que aumentaran los ceros en sus cuentas bancarias no cambiaba para nada la índole juguetona de su quehacer. Era la primera sorprendida de su éxito, le costaba creer que hubiera gente dispuesta a pagar tanto por esos adornos inventados en un rapto de inspiración para divertirse. Los afanes de la vida y los engaños del éxito tampoco cambiaron su naturaleza amable, seguía siendo abierta, confiada y generosa. Los viajes le enseñaron las infinitas «serias y dolores que soporta la humanidad y al compararse con otros se sentía muy afortunada. Para ella no existía conflicto entre el buen ojo para el comercio y la compasión, desde el comienzo se las arregló para dar trabajo en las mejores condiciones posibles a los más pisoteados de la escala social, y después, cuando su fábrica creció, contrataba tantos latinos pobres, refugiados asiáticos y centroamericanos, inválidos y hasta un par de retardados mentales que puso a cargo de las plantas y los jardines, que Gregory llamaba al negocio de su amiga «el hospicio de Tamar». Gastaba tiempo y dinero en fatigosos entrenamientos y clases de inglés para sus obreros, que por lo general acababan de llegar al país escapando de inconfesables penurias. Su espontánea caridad resultó da empresarial, tal como lo fueron el comedor gratuito, los recreos obligatorios, la música ambiental, las sillas cómodas. las clases de gimnasia y relajación para los músculos agarrotados por el minucioso esfuerzo de montar las joyas, y tantas innovaciones, porque el personal respondía con fidelidad y eficiencia asombrosas. En sus viajes Carmen aprendió que el mundo no es blanco y nunca lo sería, por lo mismo ostentaba con orgullo su piel tostada y sus rasgos latinos. Su arrogante postura engañaba a los. demás, daba la impresión de ser más alta y más joven y se presentaba con tanto aplomo, envuelta en sus vestidos gitanos y acompañada por el tintinear de sus pulseras, que nadie se daba el trabajo de detallar su escasa estatura, senos pesados y cuerpo de guitarra. o sus primeras canas y arrugas. En el recreo de la escuela Da¡ ganó un concurso entre sus compañeros por tener la madre más bella. — ¿Nunca te vas a casar, mamá? — le preguntó el niño. — Sí. cuando tú crezcas me voy a casar contigo. — Cuando yo crezca tú estarás muy vieja–le explicó Daí, para quien los números eran verdades irrefutables.
— Entonces tendré que buscarme un marido tan decrépito como yo–se rió Carmen y en un chispazo de la memoria vio el rostro de Leo Galupi, tal como lo había recordado a menudo en esos años y tal como lo viera por primera vez, medio oculto tras un ramo de flores mustias esperándola en el aeropuerto de Saigón. Se preguntó si acaso él la recordaría también y decidió que un día tendría que averiguarlo, porque Daí crecía rápido y muy pronto tal vez no la necesitaría. Por otra parte estaba cansada de amantes fugaces; escogía hombres menores porque necesitaba armonía y belleza a su alrededor, pero empezaba a pesarle el vacío sentimental.
Mientras su amigo Gregory vivía acumulando deudas y dolores de cabeza, ella vivía como una obrera, pero cosechaba dinero y halagos.
Pronto el nombre de Tamar había pasado a ser símbolo de estilo original y de calidad impecable. Sin proponérselo se encontró dirigiendo desfiles de moda y dando conferencias como una experta, sin perder de vista que todo el asunto era una broma.
— Un día me pillarán que no sé nada de nada, me las arreglo para engatusar al mundo con pura jactancia–comentaba con Gregory cuando salía en revistas femeninas y de arte, o en publicaciones de economía como ejemplo de empresa en rápido desarrollo-. Pocos años más tarde, cuando había sucursales Tamar en varias capitales y casi doscientas personas trabajando a sus órdenes, sin contar los vendedores que recorrían varios continentes ofreciendo la mercadería en las tiendas más lujosas, y cuando el departamento de contabilidad ocupaba todo un piso de la fábrica, ella todavía viajaba en mula por la jungla o en camello por el desierto comprando sus materiales y vivía modestamente con su hijo, no por mezquindad sino porque no sabía que la existencia puede ser más cómoda.
King Benedict deseaba más que nada en el mundo un tren eléctrico para armar en la sala de la casa de su madre. Ya había fabricado la estación, un pueblo de casitas de madera, árboles de cartón y una naturaleza de cerros y túneles en miniatura que se extendía de muro a muro impidiendo el paso por el cuarto. Sólo esperaba el tren porque Bel le había prometido que esa sería la primera adquisición cuando recibieran el dinero del juicio. Se sentía como un inválido y se aferraba a esa mujer de cuello largo y ojos amarillos, que aseguraba ser su madre, y representaba la única brújula en una tempestad de incertidumbres. Desde el accidente su memoria era sólo neblina; cuarenta años borrados en el instante en que su cabeza golpeó el suelo. Recordaba a su madre joven y hermosa; ¿cómo se transformó en esa vieja gastada por el trabajo y los años? ¿Quién es Bel realmente? Ojalá que me compre el tren… Comprendía que ya no estaba para juegos infantiles, pero de verdad no le interesaban para nada los asuntos que obsesionaban a los hombres.
Pasaba horas embobado frente al televisor, ese prodigioso invento antes desconocido para él, y cuando veía besos apasionados en la pantalla sentía una ciega ansiedad, algo palpitante en las entrañas, que por fortuna no duraba mucho. El catálogo de trenes eléctricos lo atraía mucho más que las revistas de mujeres desnudas que le ofrecía el vendedor de periódicos en el quiosco de la esquina. A veces se veía a sí mismo desde la distancia, como si estuviera en el cine contemplando su propio rostro en un guión inexorable. No reconocía su cuerpo. Su madre le había explicado el accidente y la amnesia; no era tonto, sabía que no tenía catorce años. Se miraba largamente en el espejo sin reconocer a ese abuelo que lo saludaba desde el otro lado; hacía un inventario de los cambios y se preguntaba en qué momento ocurrieron, cómo se acumuló tanto desgaste.
Ignoraba cómo perdió pelo, ganó peso y le aparecieron arrugas, dónde fueron a parar algunos de sus dientes, por qué le dolían los huesos cuando lanzaba una pelota, se le acababa el aire cuando intentaba subir corriendo las escaleras y no podía leer sin anteojos. No recordaba haber comprado esos lentes.
Ahora se encontraba sentado ante una mesa grande en una oficina llena de plantas y libros entre dos hombres que lo acosaban a preguntas, algunas imposibles de responder, mientras una secretaria escribía cada palabra en una máquina. ¿Quién era el presidente en el año en que usted se casó?
Su madre lo obligaba a ir diariamente a la biblioteca a leer los periódicos antiguos para enterarse de lo ocurrido en el mundo durante esos cuarenta años que se le fueron de la mente. Los datos abstractos le resultaban más comprensibles que los artefactos de uso diario, como un horno microonda y otras cosas fascinantes y misteriosas. King sabía los nombres de los presidentes, los más notables resultados del béisbol, los viajes a la luna, las guerras, los asesinatos de John Kennedy y Martin Luther King, pero no tenía la menor idea de dónde se encontraba durante esos eventos y podía jurar que jamás se había casado.
Su madre enteraba las tardes contándole cosas de su propia vida a ver si de tanto repetir lograba despejar las brumas del olvido, pero esos ejercicios obligados de la memoria eran un interminable y aburrido calvario. Le costaba creer que su destino hubiera sido tan insignificante, que nada importante hubiera hecho, nada realizara de sus planes juveniles. Sentía angustia por el tiempo desperdiciado en ese collar de rutinas minúsculas, por lo mismo agradecía esa segunda oportunidad en este mundo. Su futuro no era un hoyo negro a la espalda, como decía su madre, sino un cuaderno en blanco ante sus ojos. Podía llenarlo con lo que siempre ambicionó, recorrer una vez más los años ya vividos. Correría aventuras, encontraría tesoros, cometería actos heroicos, iría al África en busca de sus raíces, nunca se casaría ni envejecería. Si al menos pudiera recordar los errores y los aciertos…
Siempre quiso un tren eléctrico, no era un capricho del momento sino su más antiguo deseo, el sueño de su infancia. Cuando se lo dijo a Reeves, el hombre le sonrió con sus ojos claros y le confesó que ésa era también su máxima aspiración, pero nunca lo tuvo. Mentira, si puede pagar esta oficina con letras de oro en las ventanas. también puede comprarse un tren y hasta dos si le da la gana, había deducido King Benedict, pero no se atrevió a decírselo, no podía quedar como un grosero. ¿Por qué su madre escogió un abogado blanco? ¿No le había dicho ella misma muchas veces que por principio debía desconfiar siempre de los blancos? Ahora el otro hombre le ponía hileras de fotografías sobre la mesa y debía reconocerlas, pero. ninguna de esas personas le resultaba familiar, excepto la bella mujer sentada en el marco de una ventana con media cara iluminada y la otra en sombras, su madre sin duda, aunque se veía muy diferente a la anciana de ahora.
Después lo enfrentaron con fotos de revistas para que identificara ciudades y paisajes, casi todos desconocidos para él. ¿Y eso? ¿Qué eran esa plantación de algodón y esa camioneta? No lograba recordar, pero estaba seguro de haber estado en un sitio similar. ¿Dónde es, mamá?, pero antes que pudiera modular las palabras comenzó a sentir clavos en las sienes y en pocos momentos el dolor lo volteó. Levantó las manos para protegerse la cabeza y trató de escapar, pero cayó al suelo de rodillas.
— ¿Se siente mal, Sr. Benedict? ¡Sr. Benedict…! — Y la voz le llegó de lejos. Después sintió la mano de su madre en la frente y se volvió para abrazarse a su cintura y esconderse en su pecho, agobiado por los sordos martillazos retumbando dentro de su cerebro y la ola de náusea que le llenaba la boca de saliva y lo hacía temblar.
Gregory Reeves tardó un año en aceptar que no había razón para seguir luchando por un matrimonio que nunca debió realizarse, y otro tanto en tomar la decisión de separarse porque no quería dejar a David y le dolía admitir un segundo fracaso.
— El problema no es Shanon, eres tú–diagnosticó Carmen-. Ninguna mujer puede resolverte los problemas, Greg. Todavía no sabes lo que buscas. No puedes amarte a ti mismo, ¿cómo vas a amar a nadie? — ¿Me habla la voz de la experiencia? — se burló él. — ¡Al menos yo no me he casado dos veces!
— Esto costará una fortuna–se lamentó Mike Tong cuando se enteró de que su jefe pensaba divorciarse otra vez.
Reeves se trasladó a vivir un tiempo con Timothy Duane. Después de una trifulca escandalosa en la cual se insultaron a gritos y Shanon le lanzó una botella por la cabeza, metió su ropa en dos maletas y partió jurando que esta vez no regresaría. Llegó al departamento de su amigo cuando éste se encontraba en medio de una cena formal con otros médicos y sus esposas. Entró al comedor y con gesto dramático dejó caer su equipaje al suelo.
— Esto es todo lo que queda de Gregory Reeves–anunció taciturno.
— La sopa es de callampas–replicó Timothy sin inmutarse.
Más tarde, a solas le ofreció el cuarto de huéspedes y comentó que–en buena hora se había separado de esa mala pécora-.
— Me está haciendo falta un compañero de parranda–agregó.
— No hay caso, tengo mala suerte con las mujeres.
— No digas tonterías, Greg. Vivimos en el paraíso. No sólo las mujeres son bonitas por aquí, sino que no tenemos competencia. Tú y yo debemos ser los últimos solteros heterosexuales de San Francisco. — Hasta ahora esa estadística no me ha servido de mucho…